El pueblo no podía más. Simplemente, estalló. La revolución había llegado como algo natural, de ahí que ni el Ejército ni la Policía Nacional ni la Guardia Civil hubieran intervenido. Dejaron que la población dictara sentencia. Con la crisis sólo habían llegado recortes sociales, necesarios por otro lado, pero ni una sola medida de cierto alcance al otro lado de la barrera. España seguía manteniendo una nómina de más de medio millón de cargos públicos, asesores y otros puestos de designación directa; circunstancia sobre la cual los analistas habían hecho cada vez más diana de sus críticas. La Democracia se había dotado a sí misma de tantos resortes, de tantas instituciones, de tantas capas intermedias donde ir colocando a familias enteras de afines que al Estado no le quedaba otra que: 1.Seguir subiendo impuestos para mantener el ‘sistema’. O 2.Hacer él mismo la gran revolución. Ni qué decir tiene que hizo lo primero.
En Asturias, donde existía en la retina el precedente de la revolución de Octubre de 1934 y las grandes luchas mineras para preservar privilegios a lo largo de los siglos XX y XXI, el levantamiento se adelantó incluso al de Madrid y Barcelona. La Reconquista, 1.300 años después de Pelayo, arrancaba de nuevo desde tierras astures. Pero esta vez no fue en Covadonga sino en el aeropuerto. Cosas del progreso. El detonante había sido un viaje en avión Madrid-Asturias. Los puestos de primera clase, los de adelante, iban exclusivamente ocupados por políticos: o sea, los diputados y senadores astures en el Congreso y el Senado. Eran doce. Y los doce llenaban estos amplios y confortables asientos, cual apóstoles del progreso. En las filas siguientes, ya ordinarias, quiso la casualidad que se acomodaran medio centenar de jóvenes parados que habían ido a la capital del reino a hacer un multitudinario examen para el cuerpo de bomberos de la Comunidad de Madrid. Eran fornidos, con gesto duro y una mala hostia acumulada en sus vidas digna de mención. Rondaban los 30 años. Imponían. Cuando vieron el panorama, los dos mundos que se abrían entre el suyo, a verlas venir, y el de los políticos autóctonos, acomodados, limpitos y sonrientes en su mediocridad, el ambiente se caldeó rápidamente. Dos habían cometido la torpeza adicional de pedirse un copazo. Empezaron a aflorar comentarios en alta voz, insultos cada vez más subidos de tono. Del “vaya cómo vivimos” la cosa pasó enseguida al “chupones”, “ladrones”, etc, etc. Los políticos (de PSOE, PP, IU y Foro), cariacontecidos por la imprudente coincidencia de su pleno al quince, no tuvieron más ocurrencia que pedir respeto, ya en pleno vuelo. Entonces se armó la marimorena. Un parado, muy exaltado, desabrochó su cinturón y se plantó ante el que pedía respeto, se le hincharon las venas de la frente, le zarandeó y otros le siguieron hasta arrancar literalmente a los políticos de sus asientos. Mejor, vais de pie en el pasillo; les dijeron. Las azafatas poco podían hacer. Pidieron orden en vano y advirtieron por megafonía que la Policía estaba avisada en el aeropuerto de Asturias, lo que sólo contribuyó a encender aún más los ánimos. El avión aterrizó con doce políticos tumbados en el suelo del pasillo, insultados y vejados verbalmente por la masa. El resto del pasaje se había sumado a los coros.
La noticia de la detención de treinta aspirantes a bombero encendió a la población civil, que rodeó la sede de Comisaría en Oviedo, hasta que los dejaron libres. Se había prendido la llama. De Comisaría el pueblo se fue a la Junta General del Principado, el Ayuntamiento de Oviedo, las sedes de PP y PSOE, los inmensos edificios administrativos de Llamaquique y Plaza España, la Delegación del Gobierno y los sindicatos (donde hay también mucho vividor y mucho sueldín, e incluso asesores; según rezaba en una pancarta)… La revolución se extendió por toda Asturias como una mancha de aceite y en 24 horas no quedaba un político ni un cargo público ejerciente. El pueblo nombró entonces a siete sabios para tomar las riendas. En adelante, un comité formado por jubilados eméritos tomaría las decisiones. No cobrarían sueldo ni dietas. El pueblo los elegiría, vía internet, en un sistema de votación directo. Este modelo, tomado de los países nórdicos, anclado en el propio pasado del hombre, que siempre entregó el bastón de mando de las comunidades a sus mayores, se implantó rápidamente en toda España. En menos de una semana, los 500.000 vividores de la Democracia habían pasado a ser ciudadanos de a pie. Y se habían suprimido pensiones vitalicias como los 150.000 euros de Zapatero. Nadie quería hablar de dictaduras; pero tampoco de democracia. Su corrupción había llegado a extremos insoportables. Internet facilitaría la participación ciudadana. Sin ‘mediadores’.
A España le siguió Grecia. A ésta Italia. Y Portugal. Cuando en París hablaron de la II Revolución Francesa, de la verdadera toma del poder por parte del pueblo, sin intermediarios, todos los ojos se fijaron en el Principado de Asturias, un pequeño terruño donde, cual aldea gala de Asterix y Obelix, había empezado todo. Lo que hasta entonces había parecido rutinario, un grupo de políticos viajando en primera, se había antojado intolerable de la noche a la mañana. Aquel día, uno de los parados que volvían de examinarse en Madrid leía la noticia de ese diputado gallego que decía que con los 5.100 euros que se metía en el bolsillo las pasaba canutas para llegar a fin de mes al tiempo que reconocía casi casi abiertamente la inutilidad de sus funciones en el Congreso de los Diputados. Leía esto el joven parado gijonés cuando escuchó cómo dos de los señoritos de primera se pedían un copazo. Y no pudo más. Así acabó la Democracia, señores y señoras del jurado, en un avión Madrid-Asturias, donde la clase política se tomó una copa de más. La última.