Ibiza es un icono: de la fiesta, de las casas blancas, del agua pura. De esos tres ítems, con 45 castañas y estado civil casado, mi predisposición es husmear el primer icono y recrearme en el segundo y el tercero. Tenemos solo tres días, de viernes a domingo, así que el rastreo será más bien superficial. El primer golpe de vista es bueno. El coche, tras perderte un poco, te deja a las puertas de la Punta Galera, la clásica cortada en roca contra el mar donde los bañistas buscan rincones pétreos donde esconderse. Hay algo así como 35 grados, el mar es azul, tienes islotes enfrente y unos bonitos veleros completando la postal. Te bañas una y otra vez, buceas, ves pececillos de colores, te refugias en una pequeña sombra entre rocas, lees ‘Brasil’, de Updike, un culebrón brasileño con mucho salitre. Y cuando te quieres dar cuenta tu cuerpo se está acompasando a ritmo de bakalao o chill out o una música intermedia. Un hermoso yate pone sus altavoces al servicio de la parroquia dispersa por tierra firme. Será la imagen más ibicenca del findi: sol, rocas, mar y música. Bien.
Tras cuatro baños casi seguidos, toca visitar la casa de unos asturianos, encaramada en una empalizada desde la que se divisa San Antonio (abominable city tomada por los guiris) y la cordillera montañosa que desciende trasversalmente hasta el mar. Es una atalaya privilegiada. La casa es espectacular, amplia, llena de porches, de estancias de descanso, con una monumental cocina y unas zonas verdes descendentes que conforman un auténtico paraíso. Desde su piscina uno puede divisar la puesta de sol de Ibiza. Los anfitriones te cuentan cosas: que la isla es una maravilla, que tienes cuatro o cinco meses de calor total al año, que de noche la temperatura pide fiesta, que en San Antonio no hay más que vandalismo, que hay más farmacias por metro cuadrado que en ningún otro lugar (para curar golpes, diarreas, vómitos, etc)… Ese primer día cenaremos en Santa Gertrudis, un bonito pueblo de interior, antes de dormir en San Miguel, al Norte, donde la belleza del lugar ha sido atacada por los megahoteles.
El sábado toca playa. Visitas primero el afamado ‘mercado de las dalias’, en San Carlos, un mercadillo puro y duro con un par de originalidades: la Go-Gordi, una gorda sin complejos bailando chill out sobre una tarima. Y los ‘malos’ que gestionan una tienda de discos, machotes tostados por el sol con caras de malos remalos. Siguiendo el manual de consejos recibidos en Gijón, vamos luego a una cala regulín regulín. Luego a la más próxima aconsejada. No aparece. Luego a otra. Tampoco sabe nadie de su acceso. Entonces decidimos parar el carro y quedar en una ‘convencional’, de esas que están llenas de sombrillas y tumbonas, Cala Longa. Almuerzo, relax y una estampa para el recuerdo: una pareja ha alquilado el clásico patinador hortera con tobogán incorporado. Pedalean mar adentro, él se tira por el tobogán, ella no quiere, él la empuja un poco y se arma la de san quintín. En ese artefacto cursi donde los haya, de presunto éxtasis vacacional, tiene lugar un tormentón. Él gesticula brazos arriba. Ella más. Y luego siguen pedaleando con cara de mala hostia ambos dos. Maravilloso. Vamos pa Ibiza city. Hay que catar la noche. Descubrimos en la montaña de casas que conforma la zona antigua tres singulares ambientes. Arriba está la iglesia, calles con edificios espectaculares y ni un alma un sábado noche de agosto. Junto a la muralla, desde la que se divisa el mar, a media altura, un grupo de jazz llena el ambiente de buena música. Parece que están ensayando. Son las nueve. No tenemos hambre. Así que nos instalamos en la muralla mirando al mar, a los barcos, al anocher y dejamos correr el tiempo. Una hora de relax, de contemplación, de nirvana. Un grupo de yanquis, a unos metros, escuchan a su ‘speaker’, un presunto guía que no calla. Habla fuerte, rotundo, como los yanquis, y los demás ríen. Si la parte alta de la zona antigua es guapa y silenciosa, en la media, junto a las puertas de entrada y salida, se despliegan las clásicas calles llenas de bares con sillas afuera, donde se sientan los turistas a mirar pasar a la gente. Bastante vomitivo. Me entran dudas de si es en esta calle o en la anterior donde mi informante (que ha estado de fiesta en Ibiza siete u ocho veces) me ha propuesto ‘cena romántica’. A mí me parece atroz. Entonces bajamos al ras del mar, dando prioridad a las copas sobre la cena. Una larga alineación de bares con terraza ofrecen música y espectáculo para calentar la noche como antesala de la discoteca. Suena bien la música. Ibicenca. Alegre. Hay ambiente de fiesta. Entonces aceptamos la ‘oferta’ de un bar con taburetes altos y vistas nítidas a la ‘drag queen’ de dos metros que anima el de al lado subida a una plataforma. Un mojito, 14 euros. Pero te invitan al segundo. O sea, 7. Ahí nos hacemos fuertes.
La drag saca un gran abanico y se mueve con gran elegancia. Un poco más allá: otra drag, una tía con zancos, una tía bailando de espaldas con el culo al aire, otra tía (con pinta putón) que sube y baja por una barra (como en ‘Streaptease’), desfiles de zancudos cada dos por tres, otras dos tías con las tetas fuera y los pezones tapados con dos tiritas negras… O sea, música, bebida, desfase y mucha gente animada cogiéndole el ritmo a la noche. Luego toca la discoteca, a la que no iremos: Pachá, la más emblemática, a 60 euros la entrada, al otro lado del puerto de Ibiza. Y las demás, en la carretera a San Antonio. Tomaremos un kebap y a eso de las dos estaremos en la cama en San Miguel recreando las jugadas más interesantes. Te imaginas subido a una gogotera del Pachá, descalzo, en pantalón corto y a pecho descubierto, perlado de sudor por los latigazos del bakalao. Pum-pum-pum. La legión italiana/inglesa/alemana te jadea y tú, hora tras hora, sigues danzando enloquecido. Pero no. Ya no ye la edad pa eso. Te agarras a la almohada, en el apartamento de San Miguel, recreándote en la salida al mar en zodiac, sin resaca, que harás al día siguiente.