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Adrián Ausín

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Siete formas de caerse en Vespa

Cuando compras una Vespa sabes que, irremediablemente, antes o después irás al suelo. Cuestión de gravedad. Mi primera caída fue incedente, e incluso previa a comprar la Vespa, pues se produjo con la de mi hermano. Él se fue de fin de semana y yo se la birlé. No tenía ni idea de andar. Salía haciendo vuelos de los semáforos por mera ignorancia, no para vacilar a nadie, recogí a Barquín en su casa y nos fuimos hasta la Fontaine. Después de tomar algo, me dijo: ahora te voy a enseñar cómo se conduce una Vespa (él ya tenía). Y en la curva de Casa Suncia, a apenas cien metros, nos estrellamos contra el muro de enfrente. Había unas zarzas para amortiguar el golpe, que nos dejó intactos a ambos y también a la moto. ¿Por qué no diste la curva? Vi un reflejo y creí que venía un coche, me dijo. Con Barquín volví a caer de paquete en su moto justo delante del Jardín, otra caída indecente una tarde después de una fiesta en la que llegamos tajados como piojos hasta las puertas de la discoteca y ninguno de los dos se acordó de poner el pie en el suelo después de pegar un frenazo innecesario. Se formó un corrillo alrededor y no sabíamos dónde meternos. También caí una tercera vez con su moto con un poco más de repercusión. Fue en Riaño, en plenas fiestas, cuando nos arrolló un coche al salir a una plaza. Él tenía un ceda el paso, pero nosotros, en el fragor de salir lanzados por el aire con unas cuantas copas encima, pensamos que la culpa sólo podía ser nuestra. Así que tirados en el suelo, tapados con una manta por algún parroquiano, nos disculpábamos con los del coche. Barquín tenía un golpe en la espalda y un servidor, el pantalón roto y una quemadura curiosa en una pierna, además de magulladuras varias. Nos llevaron en un coche a la consulta del médico, en la plaza del pueblo. Estaba a reventar de gente, pues iba a empezar un concierto. Allí nos metieron. La gente miraba por las ventanas abiertas y el médico, sin mediar palabra, se dirigió a Barquín para ponerle una inyección de no se sabía qué. Él dijo que no y entonces giró sus pasos hacia mí y me la puso en el culo en un santiamén. Fue la inyección con más público que me pusieron en mi vida. La cosa no estaba clara y llamaron una ambulancia. Cuando ya salíamos de la plaza, con sirenas incluidas, salió mi madre corriendo de casa. Le habían dicho que nos habíamos muerto. Nada menos. Al vernos, respiró. Entonces la ambulancia tomó camino de León a cierta velocidad. Teníamos por delante algo así como hora y veinte de carretera, eran la una o las dos de la mañana y yo me meaba. No podía llegar. Imposible. Rogué a los de la ambulancia que parasen y al final lo hicieron en mitad de una recta, donde eché una de las meadas más largas de mi vida, junto a aquella ambulancia, durante quizá dos o tres minutos. Las radiografías no dieron nada. Quemaduras de tercer grado y pa Riaño otra vez.

Las tres caídas con Barquín me dejaron ya entrenado para caerme solo. La cuarta fue divertida. Íbamos varios vesperos hacia el centro de Gijón. Paramos en el semáforo de Los Campos, pusimos los caballetes y nos levantamos a bailar. Al ponerse en verde nos cambiamos las motos. Yo monté en la de Alex Canica y cuando íbamos por Uría me dijo: Ojo, no frena. Imaginé que exageraba. Al dar la curva de la Plazuela supe que no exageraba. Entré rápido, no pude girar lo suficiente al no frenar ni una gota y me empotré contra un coche aparcado en la acera de la propia plaza. Rompí la nariz y vi por un momento la realidad como cuando cuadriculan las imágenes en el telediario. Seguimos saliendo de copas. Marché para Bilbao sin moto, pues dejé la mía al Canica mientras arreglaba la suya. La quinta caída fue en solitario, camino de Bilbao a Gernika, con nocturnidad y alevosía, al salirme en una curva. No pasó nada. La sexta fue llegando al Palacio de Deportes de Gijón, donde iba a jugar un partido de fútbol con la peña de EL COMERCIO. De repente cascaron los tornillos (de podres) de la rueda de delante y quedó revirada dentro del guardabarros. Me fui contra un montón de leña de las podas que estaban haciendo en ese momento junto al Piles y me amortiguó el golpe. Y la séptima fue ya en mi etapa presuntamente adulta, hace cosa de tres años, en Pérez de Ayala. Volvía de trabajar y me metí sin verlo en un tramo de calzada donde acababan de levantar el asfalto. Había mucho grijo y cometí el error de pisar un poco el freno. Pantalones rotos, cazadora rota y un rasponazo. Nada importante.

El saldo es para firmar. En 26 años en Vespa, siete caídas con un balance de una rotura de tabique nasal, una quemadura de tercer grado y varios rasponazos. Aunque ahora circules con cierta parsimonia, sabes que sobre dos ruedas siempre estarás vendido en caso de imprevisto, así que toda la prudencia del mundo no impedirá, a buen seguro, una octava vez, e incluso una novena, quién sabe. Consumidas las siete vidas del gato, algunas de ellas de las formas más indecendes posibles, sólo cabe tomárselo con tiento. Que ya no está uno pa trotes.

 

 

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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