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Víctor Manuel Márquez Pailos

Desde el silencio

¡Una señora!

A un hospital se llega roto. Inútil vestir el roto, querer disimularlo. Por eso el recién llegado encuentra, doblado y limpio, un camisón o pijama sobre la blanca cama que le ha tocado en suerte. Como el monje que abandona el mundo, muda el enfermo sus ropas seculares por el hábito común de los mortales. Un roto, enfermo y viejo, no necesita más. La separación del mundo que, en el hospital, se impone me parece a mí más perfecta que la que intenta un monje en su monasterio. Al monje le alumbra la fe; al enfermo, en cambio, no le hace falta la luz para creer lo que ve, blanco sobre blanco. “Aquí sabes cuándo entras pero no cuándo sales”, suelen decir los que llegan.

También ella ha vuelto rota. Enferma crónica, es de los que vuelven al hospital cada cierto tiempo. Otra vez la habitación de ayer, con su sillón cansado y su cama hecha, su ventana al pinar que distrae con sus copas la mirada perdida de los que esperan, el rumor de pasos por los pasillos y, de vez en cuando, algún gemido, alguna voz destemplada hasta que, de pronto, cae el silencio. Pero ella es diferente. Sucede algo, en ella, que es un milagro. Yo no creo tanto en los milagros que llaman la atención como en los que pasan desapercibidos.

Precisamente ahora que, cuando viajo en el metro, leo de prisa carteles con un rostro anónimo y una frase, “Soy gay”, pienso en esta clase de milagros. Llama la atención de todos el gay desde su cartel. Pasa, en cambio, milagrosamente desapercibido lo que veo cuando miro a un ser humano roto, pero entero. Porque la enferma en la que pienso mientras escribo es, en sus modales, en su manera de estar y de irse yendo de este mundo ¡una señora!

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