Aparecen los primeros copos de nieve en las montañas y en estos pequeños pueblos diseminados por la Cordillera Cantábrica nos preparamos para afrontar el invierno sin sobresaltos. Porque por mucho que haya cambiado el clima – y es verdad que lo ha hecho- del frío y la nieve todavía no nos libramos por estas tierras. Y es de desear que así siga siendo. Lo contrario resulta demasiado amenazante.
Así que lo primero y fundamental es estar bien aprovisionados de leña. Y lo estamos, ¡cómo no! El campesino es previsor y por ello, desde que finalizan los trabajos importantes del verano, ha comenzado la tarea. Nunca se puede dejar el l.liñeiru –la leñera- vacío, porque la leña necesita su periodo de reposo para secarse y estar en condiciones óptimas para arder bien. Así que a preparar el tractor, la motosierra, la bruesa –hacha- y al bosque, que de eso tenemos en abundancia. El combustible más antiguo del mundo, el que durante miles de años fue vital para la historia de la humanidad, sigue siendo el preferente en nuestras aldeas como método calefactor en estufas y chimeneas y también para cocinar en las antaño llamadas cocinas económicas.
La leña es un combustible respetuoso con el medioambiente. En estas aldeas de montaña lo tenemos al lado de nuestras casas, no nos llega de lugares lejanos en grandes barcos que vierten al mar residuos peligrosos. Además, es importante para el cuidado y sostenibilidad de nuestros montes. Al retirar del bosque los árboles caídos evitamos que esos restos de madera propaguen de manera muy peligrosa el fuego de un incendio. Y al quemarlo en nuestros hogares, el humo que desprende nunca resulta tan contaminante como el de los carburantes fósiles. ¡Qué ecológicos somos y qué poco nos lo reconocen!
La primera lección del leñador: conocer los distintos tipos de árboles y saber qué madera es la más apropiada para leña. Las mejores son el roble, el fresno y el haya. La madera de castaño, muy abundante por aquí y muy apreciada para otros usos, no tiene buen rendimiento como combustible, aunque en un momento de necesidad todas sirven. Ya lo dice el refrán: “Árbol que no frutea/ a la chimenea”. Otra que también abunda en nuestros pueblos, pero que tiene fama de arder muy mal, es la de umeru –aliso en castellano- que también tiene su refrán: “L.leña umeriza, nin fueu nin ceniza”.
El trabajo del leñador es duro, pero, como casi todas las actividades que nos conectan con nuestros orígenes, tiene algo de reconfortante. Seguramente el hacer acopio de leña, un material que fue imprescindible para la vida de nuestros antepasados, es una de esas tareas que llevamos en la memoria genética asociadas a la supervivencia y por eso nos produce una especial satisfacción. El placer de tratar y transportar personalmente nuestra propia fuente de energía no tiene precio. Además, ya hemos entrado en calor, porque ya se sabe que la leña calienta tres veces: cuando se prepara, cuando se transporta y cuando se quema. ¿Hay vida más gratificante que la del campo? Yo estoy segura de que no.