La semana pasada íbamos a la leña. La seleccionamos, la talamos y la transportamos. Así que ahora toca prepararla para encender el fuego. Lo primero, trocearla; hacer astillas del tamaño adecuado al espacio del que disponemos para la lumbre. A este trabajo siempre se lo conoció en Asturias como “picar la l.leña” y el tronco sobre el que se realiza esta tarea se llama “el picadeiru”. Para tener un buen fuego necesitamos al menos dos tipos de leña: la menuda, de ramas y cortezas para encender y astillas grandes para cuando ya tenemos una buena llama.
En el mundo actual, donde disponemos de un acceso inmediato a la mayoría de los bienes con tan solo pulsar un botón, el hecho de encender un fuego para calentarse puede parecer una tarea engorrosa y excesivamente complicada. No se trata simplemente de coger unas astillas y aplicarles una cerilla o un mechero. Como casi todos los trabajos del mundo rural, requiere pericia y buen tiento. Hay que crear la llama adecuada, controlar la cantidad de aire que penetra en la cavidad destinada al fuego a través del “tiro” y, una vez que ya la tenemos, empezar a meter poco a poco las astillas; primero, las más menudas y cuando se consigue un buen “borrayu” (brasa), troncos más consistentes.
Ya tenemos la lumbre a punto y solo nos queda disfrutarde ella. Porque el calor proporcionado por la leña es mucho más que simple calor. El fuego es algo vivo y así lo percibe nuestro cuerpo. La sensación que da la calefacciónde la leña es muy distinta de la de un radiador eléctrico, de gas o de gasóleo. El fuego acompaña, calma, vivifica y convierte el espacio en un lugar cálido y acogedor.
Dice el escritor noruego Lars Mytting que “La gente olvida a sus compañeros de clase. Olvida las vacaciones y sus juguetes favoritos, pero nunca olvida la estufa del hogar donde vivió su infancia.” El fuego está en el origen de nuestra civilización. Su descubrimiento fue vital para el ser humano. Y durante miles de años, en torno a él, en las largas noches de invierno, se contaron innumerables historias y se transmitieron los conocimientos necesarios para obtener de estos campos todo lo necesario para vivir. Quizá también por eso es fuente de tan buenas sensaciones.
Cae la tarde aquí en este valle que atraviesa el Riu Xinestaza. Empieza a notarse el frío propio de la estación otoñal. Encendemos la chimenea y, alrededor de ella, los vecinos de la zona nos sentamos a charlar de nuestro acontecer cotidiano o a jugar a las cartas. El olor de la leña, el crepitar de los troncos y los contornos y figuras que dibujan las llamas nos envuelven en una atmosfera de magia y hechizo. Y nos consideramos los seres más afortunados del mundo. Porque estamos exactamente donde queremos estar. En el lugar que desde tiempos inmemoriales ocuparon nuestros antepasados. Y de ellos nos llega la inspiración necesaria para reivindicar este viejo mundo campesino. ¡Quiera Dios que nos queden por delante miles de historias que contar al calor de la lumbre!