El estreno de nuestros flamantes electos en el ejercicio de sus cargos ha provocado encendidas conversaciones y ardientes mensajes de móviles enumerando subidas de sueldo y liberaciones a troche y moche. Muchos se barruntan que, si las negociaciones que salen a la luz pública están llenas de codicia y vacías de interés por la ciudadanía, las que se hacen en privado tienen que ser mucho peores. Tienen razón, naturalmente. El tiempo de ponerles buena cara a los votantes ya pasó y ahora toca volverles la espalda y mostrarles esa otra parte que está debajo.

Lo que no entiendo es que alguien se sorprenda. Hace cuatro años pasó lo mismo y hace ocho y doce y así sucesivamente. ¿Por qué unos partidos que son esencialmente idénticos habrían de hacer las cosas de otra manera esta vez? ¿Acaso los ciudadanos hemos hecho algo distinto que nos permita esperar un resultado diferente? Si alguna vez se pone letra a nuestro himno, la frase: “Siempre que pasa igual, sucede lo mismo” debería ir en el estribillo a ver si así conseguimos aprenderla.

Tampoco entiendo lo del cabreo. Esta gente son nuestros representantes y, por ende, su obligación es ser representativos de los españoles. ¿La cumplen? ¿Cuándo pueden aprovecharse sin peligro del dinero público, cuando tienen la oportunidad de colocar a un amigo o favorecer en una adjudicación a un familiar, hacen lo que haría la mayoría de los españoles en su lugar? Pues entonces son nuestra perfecta imagen y hemos acertado plenamente al elegirlos.

No se puede reformar la estructura de un edificio empezando por el tejado. Si queremos que las cosas cambien en España, tenemos que cambiar nosotros, asumir nuestras responsabilidades y dejar de quejarnos y de esperar que otros vengan a arreglar nuestros desaguisados. Si queremos unos políticos de calidad danesa, tenemos que empezar a comportarnos como ciudadanos daneses. O, en su defecto o mientras tanto, convocar las elecciones siempre en verano y no permitir votar a nadie más que los turistas nórdicos. Dejo ahí la idea.