Apenas había terminado el recuento de votos y ya un auténtico diluvio de demagogia empezó a caer desde las alturas políticas, mediáticas y tertulianas. Antes de que la subsecuente riada de estupidez nos arrastre, conviene que nos busquemos un terreno firme y ahí es donde la razón y la lógica basada en los datos, nos pueden salvar. Empecemos por aceptar que el actual Parlamento está aún más fragmentado que el anterior; nos guste o no, es lo que hay. Ningún partido ha obtenido el apoyo suficiente como para soñar siquiera en gobernar él sólo.
Esto nos deja solamente dos opciones: que varias fuerzas lleguen a acuerdos o repetir las elecciones sin garantía alguna de que el siguiente resultado no sea aún más complicado. Está claro que ninguno de los programas presentados por los partidos ha concitado los apoyos necesarios y habrá que ir al menú degustación para contentar a una mayoría suficiente. Los pactos no son una aberración ni una traición a los electores, son una simple necesidad. Todos los que ahora se rasgan las vestiduras han apoyado e, incluso, participado en alguno en su momento. “Bueno, cuando lo hago yo; malo, cuando lo hacen otros” me parece un planteamiento demasiado caradura.
Además, tenemos que asumir también que pactar no consiste en obligar a la otra parte a abrir bien la boca y hacerle tragar nuestro programa con puntos y comas. Eso probablemente le provocaría dolor de garganta y ardor de estómago y le volvería poco receptivo a nuestras propuestas. Lo más razonable es empezar por comprobar si los puntos comunes son suficientes para que haya esperanza de acuerdo. En cuanto a los temas espinosos, tendrán que estudiarlos con calma y ceder todas las partes, porque en esto precisamente consiste una negociación. Y no me digan que eso es engañar a los votantes. Si envía a alguien a por dos docenas de churros para desayunar, pero en la churrería sólo puede conseguir una y media, ¿preferiría que le trajera esos o dos docenas de sándwiches vegetales?