María de Álvaro:
Conocí una vez a una chica que usaba hiyab. La conocí en El Cairo, a unos 50 grados a la sombra, y además del pañuelo, vestía ropas hasta el suelo, calcetines y, lo que más me sorprendió, unos guantes de algodón. Ella no podía enseñar ni sus manos. Y yo no pude evitar preguntarle por qué. Me dijo que porque quería, que porque era su religión. Confieso que estuvo bien cerca de convencerme, que siempre creí que cada uno puede y debe hacer consigo mismo lo que mejor le parezca. Pero estábamos a 50 grados y aquello me pareció inhumano. Y también me pareció que a lo mejor quería ir así porque no le quedaba más remedio. A lo mejor nunca le habían dado otra opción. A lo mejor no, casi seguro.
La verdad es que parecía algo asfixiada, pero sonreía. No sé. He pensado muchas veces en aquella chica desde entonces y confieso que no termino de llegar a una conclusión. No sé si prohibirle vestirse así sería lo mismo que obligarle a hacerlo. Pero no lo sé. Esa es la verdad. Lo único que tengo claro es que me alegro de no ser ella. Lo que no sé es si a ella le pasa lo mismo conmigo. Con nosotras. Y no va con segundas. No tengo ni idea.