Por María de Álvaro:
Gasté más energía en alcanzar mi asiento que el carrilero del Chelsea en una final de la Champions contra el Liverpool. El señor que tenía al lado combinaba el puro con un silbato ronco que a punto estuvo de reventarme un tímpano. El niño que tenía detrás estaba más interesado en rebotar su globo contra mi cabeza que en lo que pasaba en el campo. Y a punto estuve que me saliera una pipa por una oreja. Pero fui feliz. Muy feliz. Descubrí que es cierto que insultar a un arbitro relaja, que para dar un salto de alegría basta y sobra con una pierna y que eso del ‘sí, joder, que vamos a ascender’ es más que una rima fácil.
Hoy por primera vez en un millón de años fui a El Molinón. Y ya no me pierdo un partido de aquí a que termine la Liga. Por todo lo anterior y porque a eso del minuto 45 de la segunda parte vi a Juanele entrar por la banda y a mi abuela rematando de cabeza. Porque a veces no hace falta ni salir al campo para meter un golazo. Y más que van a meter.