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Armada hasta los dientes

Dos metros de mujer, intuyo por aspecto y acento que de procedencia afroamericana, me pregunta si mi plancha del pelo puede ser utilizada como arma. Le digo que no. Y miento, naturalmente. Menos de una hora después y embutida junto a doscientos kilos de hombre, intuyo por aspecto y acento que de procedencia de Minessota y/o Austin-Colorado, tengo tentación de usarla. La plancha como arma, digo. Así paso entre ocho y nueve horas. Embutida y levantándome cada quince o veinte minutos por mor de unas pastillas que me recetó mi médica/chamán para que el mal de la clase turista no se cebe en mis piernas. Y a fe que no se ceba, pero en contra de lo que dice mi amiga la Mari, que sostiene que ha llegado a una edad en la que ya solo retiene líquidos, yo ni eso. O eso justo lo que menos. Siento ser tan explícita. Y tan ordinaria.

De esa guisa llego al primer mundo y abandono el tercero. O sea, todos los demás que no son éste en el que me encuentro. Y entro en los Estados Unidos de Norteamérica después de firmar, como todo el mundo, que ni soy pederasta ni tengo planes de serlo, por lo menos no en los Estados Unidos de Norteamérica; ni tampoco tengo previsto cometer ningún delito, a menos, claro, que se considere delito querer subirse en un autobús de esos de turista con el techo al aire, que no digo yo que no debería, pero cada uno tiene sus perversiones. Entro después de firmar todo eso y de que un amable funcionario de Inmigración se interese, lo primero, por qué día tengo previsto irme. O sea, lo peor que se le puede decir a una visita, como cualquiera sabe. En fin, menos mal que encima justo de su cabeza hay un cartel que dice: “Somos la cara visible de nuestra nación”. Pues menos mal. Y menos mal que en esta nación, como en botica y como en casi todas partes, hay de todo. Continuará, ya lo siento.

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por María de Álvaro

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septiembre 2008
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