“Yo no podré quejarme si no encontré lo que buscaba”. Lo dejo dicho García Lorca una vez que estuvo por aquí, y 24 horas después de haber llegado a Nueva York ya no me extraña nada. No me extraña porque hay en un edificio de Manhattan una terraza a la que sales y es imposible que no te entren ganas de coger una guitarra, y ponerte un pañuelo en la cabeza, y arrancarte con un Moon River. Aunque no lo hagas porque ni tienes guitarra, ni sabes cantar, ni el pañuelo te sienta como a Holly Golightly. Y no me extraña porque hay un puente en Brooklyn por el que caminas y tienes la sensación de que te va a sonar el móvil y vas a descolgar y alguien va a preguntar por Paul Auster. Aunque el móvil no suene más que para recordarte las ofertas en llamadas al extranjero. Y tampoco me extraña porque hay un parque lleno de bancos en el que a la mínima que te descuides ves sentado a Woody Allen hablando unas veces con Annie Hall y otras consigo mismo. Aunque ni hable, ni sea Woody Allen. No me extraña nada porque 24 horas después de haber llegado a Nueva York tengo con esta ciudad la misma sensación que da el sentir que conoces a alguien de toda la vida, aunque le hayas visto por primera vez 24 horas antes. Y eso pasa poco. A mí por lo menos.