Es pequeña y está agrietada, pero cuentan que sonó el día en que se proclamó la Declaración de Independencia, allá por 1700 mucho, así que la Liberty Bell aquí es una especie de ídolo. Es un símbolo al que los orgullosos y democráticos estadounidenses adoran como los egipcios al sol. Ellos y los turistas, naturalmente, que no pueden (no podemos) pasar por Philadelphia sin verla, admirarla y, sobre todo, sin fotografiarse compulsivamente a su lado. La Liberty Bell, pequeña y agrietada y todo, ‘vive’ en el interior de un edificio construido a su mayor gloria, en el que panel tras panel uno (una) va comprobando los logros por la libertad mundo mundialística de este país. Hasta que llega a la campanita de marras. Y tanto saben estas gentes del show business, tanto sentido del espectáculo tienen, que cuando uno (una) llega a la campanita parece que hasta se emociona. Eso pasa justo antes de enterarse por una anciana voluntaria del museo de que es una réplica y justo antes también de recordar que, hombre por dios, que nosotros tenemos la Berenguela en Santiago y no nos damos tanta importancia. Pasa también antes de dejar la cámara de fotos en el hotel y descubrir que la trastienda de Philadelphia es mejor que las recomendaciones de la Lonely Planet. Pero esa ya es otra historia.