Cruzando por Lex y por Madison y bajando por la Quinta Avenida encuentro justo los zapatos que quiero. Botines grises, Jimmy Choo, 650 dólares. Vale. Dos pasos más y el abrigo que buscaba. Capa negra, Burberry, 1.450. Estupendo. Sigo y veo en Bartney’s el sombrero que ha nacido para mi cabeza. No conozco la marca, pero son 480 pavos. Genial. Por ver veo hasta a diez tipos ideales como pa mi. Ocho van de la mano de otro y los dos tampoco se enteran de que paso a su lado.
Así llego al MOMA. Sin botines, sin capa y sin sombrero. Con mis converse, mis vaqueros y mi camiseta. Turista y triste. Y entonces coge Matisse y me abre una ventana azul para que vea París. Y va Klimt y me llena de dorados. Y coge Newman y me dice, me lo dice en un cartelito, ahí, junto a uno de sus cuadros más rojos, pero me lo dice, que el arte es como conocer a alguien, que primero hay una reacción física, que después puede ser metafisica y, que si eso sucede, puede cambiar la vida de ambos. Uff. Con estas sigo hasta Francis Bacon. Y paso miedo. Y me tranquilizo con las esculturas de Giacometti y con los botes de Kellog’s de Thomas Wesselman. Y entonces, allí, al fondo, las veo. Camino y me paro y me quedo justo delante. Son ellas. Las increíbles señoritas de Avignon. Y ahora sí que ya me dan igual los botines, la capa y el sombrero. Hasta nuevo aviso. Naturalmente.