Nos habíamos perdido. Y un día cualquiera de setiembre a las siete de la tarde, el Dowtown de Washington no es un sitio como para estar perdido. Más que nada porque no hay un alma. Ni un bar. Ni siquiera un McDonald’s para preguntar dónde está la salida. Estábamos mirando el plano cuando llegó Alexis hablando o más bien cantando un español dulce, como de telenovela. Alexis, “estudiante de Derecho en plenos exámenes, papá norteamericano, mamá del DF”, nos sacó de allí y nos descubrió la vida después de las siete, nos enseñó los etíopes de Adams Morgan, los garitos del Dupont Circle… Y lo hizo desviándose de su ruta y llegando tarde a la fiesta de cumpleaños de su amiga. Al despedirnos, Alexis nos dejó su teléfono -“por si necesitasen algo”- y una sonrisa enorme. Le dimos las gracias y antes de desaparecer como había aparecido, confesó: “Me gusta ser amable con todas las personas que vienen de fuera, tenemos los americanos tanta mala fama en todas partes… Ha hecho tantas barbaridades este gobierno… A ver si ahora por fin cambian las cosas. A ver si por fin podemos demostrar que no somos un país de fanáticos”.
Ayer por la mañana, cuando me desperté y un sms me dijo que había ganado Obama me acordé de Alexis. Y me alegré mucho, muchísimo por él. Por él y por tantos cientos, miles y millones. Soy muy mayor, mayorísima, para pensar que una persona puede cambiar el mundo. Mayorisima siquiera para creer que el mundo puede cambiar en un abrir y cerrar de urnas. Pero estoy convencida de que nada cambia si, como mínimo, no se intenta. Y estoy convencida de que el chico de Illinois, el señor presidente, va a intentarlo.
PD. Carrie, también me he acordado mucho de ti. Y de Michael. Estoy segura de que lo estaréis celebrando como se merece. Segurísima.