El silencio, a veces, habla más alto que las voces y lo hace, además, como la música, filtrando los sonidos para pasar directamente del aire al corazón. En el Jovellanos sonó ayer el silencio. Atronó durante seis horas, las últimas horas de Arturo Fernández sobre el escenario que tantas veces pisó, las tablas que le vieron en su salsa, chatina.
Arturo, Arturín, el nuestro, volvió ayer a casa a despedirse de los suyos, a escuchar sus últimos aplausos, pero lo que de verdad sonó fue el silencio. El silencio de cientos, miles de personas, que esperaron su turno callados y bajo un sol de justicia, tan poco gijonés, por cierto, un fallo de guion que tal vez él no hubiera perdonado, aunque eso ya no importe.
Un silencio que solo cortaban, todavía en Begoña, algunos corrillos improvisados, algún «con lo bien que estaba», o «vaya pena un chaval de 90 años como él», o «aquí esperamos lo que haga falta porque hay que despedilu como se merez». Flanqueadas las puertas del patio de butacas, nada más. Solo silencio. El silencio de una veinteañera dejando una rosa solitaria en nombre de su abuela; el de un grupo de amigas fieles un verano tras otro, función tras función; el del actor respetuoso… El silencio de gijoneses y asturianos, de hombres y mujeres arregladas para la ocasión, con esos trajes reservados para la comunión de los nietos, para la noche de los Fuegos y para el día de Arturo en el Jovellanos.
El silencio agradecido de la familia, abrumada por tanto calor, convencidos de que allí estaba alguien que nunca se había ido, porque Arturo Fernández, ayer no volvió al Jovellanos, solo dejó claro que el Jovellanos era, es su casa, como la que le vio nacer hace casi un siglo, con perdón, unos metros más abajo de la calle Covadonga, en la Puerta la Villa, su Puerta la Villa.
Fueron seis horas de silencio que habían comenzado como terminan las buenas funciones, con una ovación mientras Arturo Fernández entraba en su teatro, por la puerta de tramoyas, por la de los profesionales. Vestido de riguroso traje, deseo expreso de su genio y su figura, para darse ese último baño de público.
En silencio despidió su gente al guaje que un día, con 400 pesetas y una mano delante y otra detrás, se fue a Madrid en busca de un sueño y volvió para contarlo. Y el silencio habló de cariño, de admiración, habló de respeto.
Arturo Fernández, el hombre que logró hacer de su persona un personaje, que consiguió representarse a sí mismo tantas veces, que tantas provocó con sus declaraciones incendiarias, con alguna barbaridad subida de tono, eso sí, siempre con inusitada gracia, el tipo que creó su propio idioma era también un paisano lleno de verdad, alguien que en un mundo de cotorras y vanalidades, de famoseo y ‘show business’, jamás vendió su alma al diablo, ni su intimidad a las hienas.
Tal vez por eso el Jovellanos enmudeció ayer, por eso sonó el silencio para despedir a Arturo Fernández, a Arturo, a Arturín, a uno de los nuestros. Que ya está en casa, de donde nunca se fue del todo. Y aquí se queda, ahora ya para siempre.