Por María de Álvaro:
Hay días tristes porque sí. Días en los que hace sol. Días que pueden ser hasta viernes. Pero días tristes al fin y al cabo. A mí me gusta llamarlos días escombrera. Porque esos días están llenos de cascotes. Estás lleno (o llena) de ellos. Y para que los cascotes no te lleguen a la cabeza, para que se queden a la altura del estomágo, donde molestan, pero no matan, lo mejor es coger una buena carga de dinamita y darles ahí, en todo el centro, y hacer que vuelen por los aires. Pero uno (o una) no tiene siempre a mano una buena carga de dinamita, y uno (o una) tira de escoba y quita un poco la mierda del frente, y aunque sea la esconde debajo de la alfombra y ya está. Porque lo bueno de los días escombrera es que ellos tampoco son eternos.
No lo son aunque a veces se pongan un poco pesados y parezca que se van a quedar de momento para siempre. Y eso que mira que me tengo dicho yo que en días escombrera tengo prohibido tocar a Rimbaud y a la Fitgerald y la ‘Añada de Ana la friolera’ y ‘Dos en la carretera’ y algunos viejos correos. Y aún así, acabo picando. ¿Será que en el fondo soy algo masoquista? O que uno (o una) se acostumbra a todo. Hasta a las ‘temporadas en el infierno’. O puede que sea porque, como dice la canción, con los pies fríos no se piensa bien.
Mi madre me acaba de contar que ha leído en no sé donde que la felicidad consiste en saber que nada es lo suficientemente importante. Voy a hacerle caso. Aunque sólo sea por esta vez.