Por María de Álvaro:
Mis abuelos se conocieron en el Parque Japonés y mis padres, en un guateque. Como todos. Y yo, como todos, oí mil historias de bailes agarraos pero sin tocar, de vinos Corales en El Jardín, de cartas desde la mili… Mil historias de jóvenes que hoy no lo son tanto. Mil historias en blanco y negro. Y cuando uno (una) oye esas historias y tiene 15 años se piensa que él (ella) jamás va a ser el narrador de ninguna. Porque cuando uno (una) tiene 15 años, y hasta 25, tiende a creer que los va a tener siempre. Hasta que un día, con 33, le dicen que no va a haber más romerías en Somió. Ni en Deva. Y entonces empieza a acordarse de tantas y tantas noches. De tantas y tantas historias con Virginia, y con Fernanda, y con Lucía, y con Carmen, y con Elena, y con Valme, y con Alicia, y con Susana, y con Inés, y con Tona… Y se ve contándole un día a sus nietos aquellas películas. Y se siente vieja. Viejísima. Porque yo ya sabia que el Parque Japonés no existe. Pero yo allí no conocí a nadie. Ni siquiera en un guateque.