Gracias a mi máxima de que la alegría no es un sentimiento sino una actitud y gracias también a mi siempre infravalorada memoria de pez (infravalorada por mí misma y por quienes me rodean, especialmente cuando olvido algún cumpleaños), tengo la sana costumbre de no recordar jamás las fechas malas. Hay veces, sin embargo, que los astros se conjuran para recordártelas, y es entonces cuando uno (una) debe recordar que ni el sol con todos sus planetas, anillos de Saturno incluidos, tienen más fuerza que la que cada cual tiene dentro de sí mismo a poco que la busque. Esa fuerza, el mismo sol y un poco de suerte han hecho que hoy para mí no sea un día de efemérides –que, creédme, podría serlo– sino un día fantastico.
Todo empezó, como empiezan las grandes cosas, con una canción. Me la regaló un músico que hoy decidió colocarse debajo de mi ventana y se arrancó al clarinete con ‘What a wonderful world’ justo en el momento en que me levanté de la cama. Siguió dejando las muletas en una esquina y dando cuatro pasos sola. Los primeros. Y continuó en la calle. En la primera tienda, me compré un maquillaje oscuro, lo que no le dirá nada a muchos, pero sí a muchas, porque eso quiere decir que hay que subir un tono, porque eso quiere decir que llega el verano. En la siguiente, había quedado con Ángel González. Y resulta que don Ángel no llega a las librerías hasta mañana, pero allí lo dejé reservado, que hay hombres por los que se espera lo que haga falta. Y él es uno de ellos. Lo es hasta después de muerto.
Creí que nada podría mejorarse, pero resulta que mi masajista se compró ayer un disco de Yo Yo Man, y me lo puso mientras descargaba mi espalda. Justo después, llegó la hora del vermú, y me lo tomé en una terraza con mi madre y sus amigas del cole, que justo hoy tenían una de sus comidas revival. Consuelo, una de ellas y una de esas personas que hacen honor a su nombre, porque sólo dicen cosas cuando son bonitas, me dijo que parecía que tenía 15 años, que dónde había metido los otros 18. Y ahí ya si pensé, ‘vale, se acabó’. Pero no, porque pasó un vecino con unas flores que le había cogido a su mujer mientras daba un paseo y me puso una en la solapa. Sí, sí, como a la mismísima Elsa en Venecia.
Así que son las cinco de la tarde y, tal y como van las cosas, estoy prácticamente segura ya de que lo mejor del día está por llegar. Como casi siempre.