La reforma autonómica asturiana tiene que incidir en la fortaleza de la cohesión estatal
La constitución de la ponencia parlamentaria indica que esta vez va en serio la reforma del Estatuto de Autonomía. Los tres grupos (PSOE, PP e IU) quieren revisar la norma máxima de nuestra comunidad, así que para llevar la iniciativa a buen puerto hace falta que se pongan de acuerdo los dos grandes partidos o, lo que sería más deseable, que se alcanzara el consenso.
El contenido de los estatutos es una materia árida, de gran contenido declarativo, que no conecta directamente con las preocupaciones de los ciudadanos. Hasta la fecha, las reformas introducidas en el Estatuto de Autonomía de Asturias han pasado desapercibidas para la ciudadanía. Es más, en territorios dominados por la ideología nacionalista, que convierte los estatutos en una estación de paso para lograr la soberanía plena, el apoyo de los ciudadanos a las reformas estatutarias es muy tibio. El 18 de junio de 2006, sólo el 36,55% de los catalanes se acercaron a las urnas para votar a favor del nuevo texto. En otras regiones con menor sentido identitario, como Andalucía, la reforma del Estatuto sólo fue apoyada por el 30,93% de la población.
Como tantas veces se ha dicho, a la gente le preocupa el terrorismo, el empleo, la hipoteca, el precio de los alimentos, la carestía de la vivienda, las listas de espera quirúrgicas, los estudios de sus hijos, y les trae al pairo la definición del territorio, el traspaso de competencias y el blindaje de las aguas de los ríos. En cuanto los miembros de la ponencia se pongan a discutir sobre los artículos del texto, vamos a oír muchas veces que trabajan de espaldas a la calle y que mejor dedicaban sus energías a otros fines más provechosos.
Esta valoración, realizada a trazo grueso, supone un profundo error, aunque la comparta la mayoría de la población. En la actualidad, bajo la piel de los estatutos de autonomía está en marcha una operación de mucho mayor calado, a la que los asturianos no podemos permanecer indiferentes. Sería una irresponsabilidad quedar cruzados de brazos cuando otros atentan contra nuestros intereses.
La revisión generalizada de los estatutos de autonomía fue impulsada por Zapatero, desde el principio de su mandato, para dar salida a la tensión acumulada contra el Gobierno central por las comunidades autónomas que no estaban gobernadas por el PP. La relación que había entre el centro y la periferia puede medirse con una anécdota: el presidente Chaves sólo tuvo dos encuentros en La Moncloa, meramente protocolarios, en los ocho años de mandato de Aznar. Excuso detallar cuál era el sentir de vascos y catalanes al iniciar Zapatero su andadura presidencial.
Iniciado el proceso de cambios, la reforma estatutaria catalana se constituyó en la gran referencia, por el peso de esa comunidad autónoma (siete millones de habitantes, 18,8% del PIB nacional), por el papel jugado por las minorías nacionalistas catalanas en el Congreso de los Diputados y por el lobby del socialismo catalán dentro del socialismo español, visible en la estructura independiente del PSC. La personalidad atrabiliaria de Maragall puso el resto.
A partir de estos cimientos, la clase política catalana hizo una revisión del Estatuto de Autonomía sobre dos claves, una de carácter interno, consistente en convertir el “Estatut” en una suerte de constitución nacionalista, para ahormar a los ciudadanos indiferentes a la “emoción catalana”, y otra de carácter externo: remodelar el Estado español. El “Estatut” no es una norma sólo para catalanes, porque nos impone obligaciones a todos los españoles. Desgraciadamente, por esa senda transitaron otras reformas estatutarias.
Sólo por este efecto externo, que desborda los límites de cualquier comunidad concreta, es importante lo que hagamos los asturianos con nuestro Estatuto de Autonomía para defendernos.
Lo primero que tienen que hacer los “padres” de la reforma estatutaria asturiana es entender lo que significa el Estatuto de Autonomía en el actual contexto político español. Más claro, defender la identidad asturiana, llenarse la boca con ropajes de realidad nacional, no tiene ningún sentido, porque lo que no está en duda es el derecho de los territorios a tener órganos de gobierno con un amplísimo poder decisorio.
En la anterior legislatura autonómica, desde el Gobierno regional se quiso impulsar la reforma del Estatuto con el discurso de “alcanzar el mayor grado de autogobierno”, como si el bienestar de los asturianos dependiera de materializar unas competencias marginales sobre ferrocarriles de vía estrecha o de lograr, por fin, adjudicarse administrativamente el agua de los ríos. No hay nada más deprimente que colonizar una mente socialista o liberal, con pensamiento nacionalista.
Hay una incompatibilidad insuperable entre el intento de lograr el autogobierno a costa del Estado y reclamar creciente solidaridad del Estado. Una cosa es apoyar el Estado de las Autonomías y otra creer en falsos mitos de autonomía: todo el gasto público residiendo en Oviedo, pero con parte de los ingresos proviniendo de Madrid. Si pusieran en nuestras manos todas las competencias sobre los gastos y las fuentes de ingresos, en diez años seríamos mucho más pobres. Así de claro.
Sabedores de que las reformas estatutarias tienen licencia para invadir campos ajenos a lo que hasta ahora era de su competencia, el nuevo Estatuto de Autonomía de Asturias debe ser tan audaz como el “Estatut”, pero en dirección contraria, para establecer garantías de cohesión estatal que nos ponga a recaudo de cualquier veleidad nacionalista surgida en otras comunidades. A los que les motiva el autogobierno asturiano tienen que empezar a preocuparse por la fortaleza del Estado.
Soy consciente que la letra de nuestro Estatuto puede entrar en contradicción con otros textos autonómicos, pero el célebre sudoku, citado por Solbes, no se podrá resolver hasta dentro de unos años, con el triunfo de las corrientes de pensamiento progresista liberal, o de las fuerzas nacionalistas que medraron entre las grietas abiertas en el Estado por la lucha irresponsable de los dos grandes partidos nacionales.