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Juan Neira

LARGO DE CAFE

LA IDEA DE ESPAÑA

El debate de los símbolos encubre dos formas de entender el Estado: un país descentralizado o una coordinadora de territorios
El llamamiento de Mariano Rajoy para honrar la bandera en el día de la Fiesta Nacional hubiera sido absurdo en cualquier país democrático, porque en ellos hay un consenso amplísimo entre ciudadanos e instituciones sobre banderas e himnos nacionales. A poco que se pongan un poco solemnes media docena de ingleses o alemanes, empiezan a cantar sus himnos patrios. La bandera es de todos, nadie se siente excluido de ella. Dentro de España, ocurre algo parecido en las comunidades autónomas gobernadas desde la transición por nacionalistas. La ikurriña representa a los vascos y la senyera a los catalanes, hasta el punto de servir de toalla en la playa o de repetir su combinación cromática en toda suerte de soportes: la fachada de una casa, las estructuras atirantadas de un puente o las paredes de un teatro.
Distinto destino tiene en España la bandera bicolor, la enseña nacional, que queda reservada para el mástil de edificios oficiales o competiciones deportivos. Desde la aprobación de la Constitución, tuvieron que pasar cuatro años para que fuese enarbolada por la gente, suceso ocurrido por primera vez en Sevilla durante la celebración del Campeonato Mundial de Fútbol, en 1982. A partir de entonces la bandera nacional ha ido ganando espacios, pero muy tímidamente, porque hay un gran prejuicio hacia ella, sobre todo por parte de la izquierda.
Rajoy colocó su mensaje en vísperas de la Fiesta Nacional, en un momento en que los nacionalistas radicales catalanes descubren el gusto iconoclasta, quemando fotos del Jefe del Estado, y el Gobierno vasco anuncia su hoja de ruta hacia la autodeterminación. La discusión sobre la bandera o sobre el Rey indica que, en el fondo, lo que está sometido a debate es la idea de España.
La España democrática, tal como quedó plasmada en la Constitución de 1978, fue admitida por la izquierda y la derecha. De ahí que la reivindicación de la República quedara convertida en recurso de nostálgicos. Sólo los nacionalistas vascos y catalanes –sobre todo los primeros- presentaron objeciones al modelo de Estado. Las primeras elecciones autonómicas otorgaron un gran poder institucional a los nacionalismos, circunstancia que atemperó el desencuentro sobre la forma de Estado. El PNV y CiU dieron prioridad al desarrollo del autogobierno, para lo que necesitaban entenderse con el Gobierno central. Es importante señalar que el mantenimiento del statu quo entre los gobiernos centrales y los nacionalismos periféricos fue meramente táctico: los primeros ganaban tiempo, esperando que se pasara el sarampión nacionalista en Cataluña y el País Vasco, y los segundos atesoraban recursos y ahormaban a sus poblaciones en torno al ideal nacionalista. A esa época corresponden las tres primeras legislaturas de Felipe González.
A partir de 1993 y hasta el año 2000, se entra en una nueva fase, caracterizada por el peso de los nacionalismos en las decisiones que toma el Gobierno central sobre todo el territorio estatal: tanto sea el negocio del gas como las cesiones en el tramo sobre el Impuesto sobre la Renta. La llegada de las mayorías simples a Madrid convierte a los nacionalistas en ministros invisibles del Gobierno central. Durante esa época, Pujol es elegido el hombre más poderoso de España. La recuperación de la mayoría absoluta por Aznar, en el segundo mandato, sirve para detener este proceso, que se salda con la inexistencia de acuerdos con los gobiernos autonómicos.
LA ALIANZA CON NACIONALISTAS
Con la llegada de Zapatero se produce un cambio cualitativo: la entente con los nacionalistas pasa de lo meramente táctico o coyuntural, al nivel estratégico, de ahí la oferta para reformar la Constitución y revisar profundamente los estatutos de autonomía. La idea de fondo es que cabe otra forma de entender España. En aquel momento el ideólogo era Maragall o el hermano de Maragall (Ernest), con el “federalismo asimétrico” (confederación disfrazada), pero a Zapatero le vino como anillo al dedo ese discurso para su proyecto de crear un bloque mayoritario –PSOE e IU y nacionalistas, que dejen al PP fuera del escenario político por una buena temporada, como ocurrió durante la transición con AP.
En ese proceso le tocó pagar los vidrios rotos a Madrid. Las primeras largas declaraciones de la nueva titular de Fomento, Magdalena Álvarez, abundaban en la idea de comunicar por autovía a todas las capitales de provincia de España, para crear ejes transversales de comunicación, que obviasen a Madrid. Así de claro. Tres años más tarde, los madrileños le devolverían la moneda a Zapatero, con varias manifestaciones multitudinarias que detuvieron las concesiones del proceso de paz. Y el pasado viernes, le dedicaron una gran pitada al presidente. Cuando se habla de que Madrid es de derechas, se olvida que la comunidad fue gobernada por Joaquín Leguina y que Tierno Galván y Juan Barranco fueron alcaldes de la capital. Un caso similar al supuesto derechismo de Oviedo, que resulta incompatible con los ochos años de alcaldía de Antonio Masip.
Mariano Rajoy apela a la bandera para situar el debate electoral en el terreno de los dos modelos de España. Reducidas las diferencias sobre lo que hay que hacer con ETA, queda por dilucidar el papel de los nacionalismos y el poder de la Administración central. El Estado de las Autonomías, tal como se entendió durante veinte años, exige que el Gobierno central retenga un nivel mínimo de competencias por debajo del cual el Estado se disuelve o no resulta operativo. Un ejemplo de esto son las limitaciones legislativas impuestas por el “Estatut” al Estado. ¿Qué puede hacer Zapatero más allá del Ebro, además de financiar costosas infraestructuras?. Ligado a este asunto está el papel de los nacionalismos. Una cosa es que los grupos parlamentarios de CiU, PNV o ERC hagan valer sus peticiones para garantizar la viabilidad de un gobierno, y otra que impongan un modelo de Estado.
El generoso gasto social de Zapatero y la gran creación de empleo no van a zanjar esta discusión, porque lo que está en juego es si España responde al modelo de Estado descentralizado o si es una coordinadora de territorios, con algún nexo de conveniencia. Por eso se agitan las banderas.

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por JUAN NEIRA

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