Si hay que escoger la cualidad más distintiva de Juan Benito Argüelles, esa sería su capacidad de convocar a la sociedad en torno a sus inquietudes culturales, artísticas o humanísticas. Un rasgo innato que le hacía pensar siempre en términos colectivos. Por eso fue el promotor de los proyectos culturales más potentes que surgieron de la sociedad civil en la segunda mitad del siglo XX en Asturias.
En dos pilares se apoyaba Juan Benito para hacer que sus sueños culturales pasaran del boceto inicial a la realidad: su profundo sentido de la amistad y una generosidad sin límites, que le llevaba a compartir todo lo que tenía con los demás. Juan Benito no tenía agenda, tenía un sinfín de amigos, y a partir de ese tronco afectivo crecían las variadas ramas de sus iniciativas.
La materia prima de la cultura son las ideas y Juan Benito tenía muchas y claras. Marcado por el traumático fusilamiento de su padre, concejal de Izquierda Republicana en el Oviedo de los años treinta, siempre fue un hombre de izquierdas. Nada más escribirlo, tengo que aclarar que no era un hombre de partido, carecía de espíritu de secta y presumía de tener más dudas que certezas. Pero de izquierdas. De una izquierda tolerante y dispuesta a coger todos los cabos perdidos del diálogo entre ideologías dispares. De una izquierda que se apoya en hondas reflexiones culturales o en caso contrario no le interesaba porque no pasaba de ser puro fomento del odio entre clases.
ESTILO
Desde muy niño cultivó largas amistades que le acompañaron toda la vida, como las mantenidas con Ángel González o Manuel Lombardero. Amistades sin reservas, con quien compartir casas, libros, conocidos, viajes y esperanzas, como le ocurría con Emilio Alarcos.
Una curiosa habilidad de Juan Benito era estar rodeado de muchas personas y ser a la vez muy independiente. Cambió de ciudad, de oficio, de lengua, pero sin dejar de ser él mismo. Quiero decir que tenía una gran personalidad, porque no existe independencia de criterio sin un yo robusto.
Intervenía sin complejos en cualquier debate y mantenía el rostro serio a no ser que una broma justificara la risa. Le encantaba remar a contracorriente y llevar la contraria a los portadores de verdades oficiales. Si le daban a escoger prefería la frase corta y, a ser posible, lapidaria, pero si hacía falta explicarse recurría a las metáforas, a las citas: a la cultura. Sin embargo, tenía la inteligencia de reservar más tiempo para el oído que para la lengua. Concentraba la mirada ante su interlocutor y guardaba silencio, así hacía la doble labor de entender el mensaje y analizar al mensajero.
Amaba la literatura, sin apuntarse a banderías. Admiraba a Cela y a Muñoz Molina, sin entrar en las trifulcas que les unían-separaban. Solamente por el respeto con que pronunciaba su nombre, creo que Baroja estaba, en su consideración, por encima de toda la generación del 98 (en el caso de que don Pío aceptara estar incluido en ella). Admiraba a Juan Benet, al que un día llevó a cenar al Gato Negro, en la ovetense calle Mon, y le hizo exclamar: “¡Este es el chigre total!”.
Tenía por costumbre preguntar a sus interlocutores qué les parecía tal libro o tal autor, para establecer puntos de cercanía. Gran conocedor de la literatura francesa, una lengua en la que captaba los más sutiles matices semánticos con la misma facilidad que en castellano, no le impedía ser un admirador la tradición literaria anglosajona. Recitaba plegarias a Faulkner.
EL TÁNDEM
He escrito hasta aquí sin citar a Lola Lucio, pero no debo ir más allá porque sería injusto. Juan y Lola, además de ser marido y mujer, compartían el mismo gusto por la cultura y formaban un tándem único para desarrollar iniciativas.
Cuando crearon Tribuna Ciudadana en Oviedo, al iniciarse la década de los años ochenta, le dieron a la mesocracia capitalina la oportunidad de escuchar y ver a muchos personajes de las letras, de las ciencias y de la política española que las instituciones oficiales no traían a la ciudad. En una ocasión le oí decir a Juan Benito que Tribuna Ciudadana no habría existido si la Universidad de Oviedo hubiera jugado el papel que le correspondía en la sociedad.
Tampoco el Premio Tigre Juan le habría costado dinero a Juan Benito y a sus amigos (creo recordar que Emilio Alarcos, José Luis Mediavilla y Juan Benito fueron los que financiaron el primer premio) si las instituciones oficiales tuvieran un mínimo de sensibilidad hacia la cultura.
Vuelvo al tándem. Juan Benito era, en sí mismo, una marca, con su cabellera blanca al viento (“peinarse bien es tratar de arreglar el pelo cuando no se pueden poner en orden las ideas” –Vittorio de Sica-), el jersey redondo con los picos de la camisa blanca asomando, al modo unamuniano, la forma de pronunciar Carlomagno en francés, y la estatura intelectual necesaria para ser interlocutor de los principales artistas del país. Lola Lucio, con su enorme voluntad heredada por vía paterna, tenía la fuerza para vencer los obstáculos que encuentra cualquier iniciativa que surge de la sociedad civil. Así fueron capaces de levantar a cuatro manos el Círculo Cultural de Valdediós.
VALDEDIÓS
En un valle perdido, a la sombra de El Conventín, vestigio del último conjunto palatino de la monarquía asturiana (¿por qué los reyes asturianos construían en sitios tan remotos?), Juan Benito y Lola Lucio impulsaron las Conversaciones en Valdediós, que publicaba EL COMERCIO, y luego dieron un paso más y formaron la asociación cultural. En una ladera del valle tenían una casa –“La Encaramada”- que estaba tan mimetizada en el paisaje que una pared de la misma era la roca del monte.
Hasta allí se encaramaron presidentes del Principado (Álvarez Areces, Pedro de Silva, Rodríguez Vigil), escritores afamados (Torrente Ballester, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Raúl Guerra Garrido, Camilo José Cela Conde), artistas plásticos (Rafael Canogar, Vaquero Turcios, Carlos Sierra, Fernando Alba), científicos (Carlos López Otín, Antonio Fernández Rañada), etcétera.
Estar cinco o seis horas en torno a la mesa de Juan y Lola, en conversación con personajes tan ilustres, era un privilegio. Se podía estar cincuenta veces en esa mesa sin perder un minuto con fruslerías sobre los platos de comida.
Juan Benito no se refugió en su cátedra para satisfacer las necesidades culturales. Hizo el esfuerzo inusual de volcar sus energías y conocimiento hacia la sociedad, lo que fue recompensado con la Medalla de Plata del Principado.
Se va un hombre sin relevo. Siguen en pie las entidades culturales que fundó. Al frente de las mismas hay otros gestores, pero el estilo de Juan Benito, su inconfundible sello personal, no admite epígonos.
Dentro de tu enorme tristeza, Lola, debes tener la satisfacción de haber hecho realidad en la Asturias democrática los sueños concebidos con Juan en una región que se pintaba en blanco y negro.