¿Qué hubiera sido de esta campaña sin la celebración de debates televisados entre los candidatos? Todo hubiera quedado reducido a un conjunto de apariciones amables de los líderes recitando discursos evanescentes, con el respaldo de la clac de incondicionales dispuestos a aplaudir y vitorear lo que haga falta.
No hay ninguna diferencia entre los planos que ofrecen los informativos de los mítines y los espacios de publicidad. Tipos riéndose, optimistas, diciendo frases genéricas, por no decir francamente absurdas, afirmando que van a ganar para ver si nos dan envidia a los demás.
En los debates televisivos no todos los participantes sacan la misma nota. Los sondeos realizados con posterioridad al doble debate de los cuatro principales candidatos, muestran que el 9,3% de los electores mudaron de opinión.
Hay que cambiar la ley electoral y aprobar una normativa donde los debates formen parte inalienable del derecho a la información de los ciudadanos, que somos los que pagamos toda la fiesta electoral.
Hay gente que piensa que no debe haber más de uno o dos debates, pero no se quejan de la multiplicidad de actos convencionales de campaña que no pasan de ser mercancía ruidosa.
EE UU
En las últimas elecciones en Estados Unidos hubo tres debates entre los candidatos a presidente y uno entre los vicepresidentes en el plazo de tres semanas (26 de septiembre a 19 octubre). El primero fue seguido por 84 millones de espectadores.
En lo que sí se asemejan las elecciones americanas y españolas es en la importancia que tiene trazar una estrategia basada en identificar al rival con el desastre. Hay que convencer al electorado que votar a los competidores traerá desgracias sin fin.
El pasado otoño, en las elecciones legislativas de mitad de mandato, todo el debate entre republicanos y demócratas se tiñó de amenazas. Si uno repasa lo sucedido en las elecciones de distintos países nos encontramos con lo mismo: el anticipo del caos es muy eficaz para movilizar a la sociedad. Las propuestas positivas influyen menos que las amenazas apocalípticas.
Como el miedo es una emoción habrá que concluir que en el camino a las urnas nos acompañan las emociones más que las razones. Triste conclusión para el llamado ‘animal racional’.
El 18 de julio de 2007 quebraron dos fondos de inversión del banco estadounidense, Bear Stearn, iniciando la crisis de las hipotecas ‘subprime’. El 10 de agosto salió a la palestra el presidente G. Bush para pedir calma y garantizar la liquidez del mercado. El 15 de septiembre de 2008, la quiebra del cuarto banco inversor de EE.UU, Lehman Brothers, abría la puerta a la Gran Recesión.
La crisis económica iniciada en las finanzas americanas y propaganda por el mundo, especialmente por Europa, fue el principal acontecimiento de los años que van transcurridos del siglo XXI (por cierto, muchos más agitados fueron los primeros diecinueve años del siglo XX, con la Primera Guerra Mundial y la Revolución bolchevique, por no hablar de la gripe de 1918 que causó cuarenta millones de muertes).
Se han hecho muchas reflexiones económicas y políticas sobre la crisis, sin embargo se desconoce la dimensión cultural de la misma que ha cambiado la percepción de la sociedad. En la recién acabada campaña electoral tuvimos ocasión de comprobarlo, una vez más.
La Gran Recesión, en lo que respecta a España, terminó el tercer trimestre de 2013. Entonces, el paro estaba en el 26,9%. Desde entonces la economía española no ha parado de crecer. Cinco años y medio aumentando el PIB, sin interrupción, que han dejado el nivel de desempleo en el 14,7%.
Al finalizar 2008, había 20 millones de personas trabajando en España; al acabar 2018 eran 19,5 millones los trabajadores con ocupación. Los datos muestran que la situación es muy parecida a la de antes de iniciarse la crisis económica, pero la percepción que tenemos los españoles es muy distinta.
El mantra de la crisis
No hay colectivo social o laboral que no hable de «recortes» en las administraciones públicas. Sin embargo las cifras reflejan que el número de funcionarios (3,2 millones) es casi idéntico el que había en 2011 (3,3 millones), cuando empezó la política de reponer sólo el 10% de las plazas de los funcionarios que se jubilaban, para rebajar el déficit público.
La gente sigue hablando de crisis económica, como si fuese un hecho del presente. Si alguien cree que se debe al fenómeno de la precariedad laboral se equivoca, porque hace diez años también el mercado de trabajo estaba lleno de contratos de una semana, un día, medio jornada, etcétera.
El personal ha interiorizado tanto la crisis económica que se ha convertido en un fenómeno psicológico de masas que impide avizorar el futuro con un mínimo de realismo. La mirada colectiva teñida de pesimismo impide concebir proyectos y dicta vivir al día.
Hay un economista desnortado, por la Cataluña que tanto quiero, que va de libro en libro anunciando la crisis final del capitalismo. Y la gente paga por pasar miedo. Ayer, al volver a casa, un abuelo tiraba de estrategia para reconducir al nieto hiperactivo, «cómo no estés quieto llamo a Santiago».