La apertura de las urnas llega precedida de la campaña electoral más extraña de todas las habidas. Quince días pidiendo el voto sin programas electorales ni mítines.
Soy consciente de que algún partido redactó sus propuestas y otros hicieron un esbozo, pero el resto dejó la hoja en blanco. Se rompió con la tradición de presentarse ante la gente con un programa amplio y detallado. La mayoría de los partidos no organizó ni un mitin, por eso sólo hubo tres o cuatro en toda la campaña.
A falta de reuniones de masas se organizaron paseos grupales. La llegada del dirigente madrileño de turno al aeropuerto sirvió de disculpa para darse una vuelta con él por las calles de Gijón o de Oviedo, esperando que se acerque la prensa para soltar cuatro o cinco frases sobre la industria electrointensiva, las nuevas tecnologías, la desestacionalización del turismo, el empleo de calidad, la riqueza forestal o las inacabadas infraestructuras. Cualquier pregunta que no se atuviera a ese guión quedaba sin respuesta.
Una escena simpática con los líderes políticos muertos de risa ante los fotógrafos, felices como si se fueran a subir a un yate, porque el manual de campaña dicta que así se captan votos.
En cuanto a las soluciones propuestas para los problemas (demografía, empleo, cierre de plantas industriales, listas de espera, precariedad laboral, formación profesional dual, contaminación, etc.) los dirigentes tiraron de rutina y ofrecieron la realización de diversos planes y la lluvia de los incentivos fiscales.
De todo lo anterior podemos concluir que nunca los candidatos autonómicos y municipales llegaron a las urnas con menos compromisos. Tendrán las manos libres para gobernar.
Madrid
Durante la campaña, en vez de estar centrada la actualidad política en comunidades autónomas, ayuntamientos o en las elecciones europeas, se focalizó en la política nacional: negociación de Pedro Sánchez con los líderes de la futura oposición, promoción fallida de Iceta (el Eguiguren catalán), formación de la Mesa del Congreso de los Diputados, estatus parlamentario de los dirigentes rebeldes catalanes, y especulaciones sobre la confidencia de Oriol Junqueras («tenemos que hablar») a Pedro Sánchez. Cuando se dice «tenemos que hablar», casi siempre se anticipa una tormenta.
Todo lo anterior predetermina el voto de esta jornada dominical en mucha mayor medida que los paseos de los candidatos por las calles de nuestras ciudades. El omnipresente recuerdo del resultado de las elecciones generales, del pasado 28 de abril, y los balbuceantes pasos del presente mandato constituyen el material con que se conforma la opinión del elector.
Resulta que en el país más descentralizado de Europa, el voto autonómico y municipal está fuertemente condicionado por actos, cosas y dichos madrileños.
Sin programas, sin mítines, con los candidatos autonómicos y municipales reducidos al papel de teloneros, estamos convocados a participar en una segunda vuelta.
Pedro Sánchez, en Gijón, en el mitin más numeroso de los tres o cuatro que se celebraron en Asturias, dijo que no había que dejar «la faena a medias». Todos le entendimos. No obstante, alguien le tenía que haber advertido al presidente en funciones que la palabra, faena, tiene más de una acepción.
El triángulo
En la etapa autonómica nunca hubo problemas de gobernabilidad, aunque se dieron episodios de desorden. El hecho de que hubiera pocos partidos parlamentarios hizo que el sistema proporcional en la asignación de escaños, en la práctica, produjera unos efectos no muy alejados a los que se derivan de un sistema mayoritario.
La geometría clásica de la Junta General del Principado fue el triángulo, con dos lados grandes (PSOE, PP) y uno pequeño (IU). Habitualmente la izquierda tuvo una mayoría holgada y, dentro de esta, la correlación de fuerzas fue siempre favorable al PSOE, evitándose así problemas de liderazgo y bloqueos parlamentarios.
La excepción fue el mandato de 2011-2012, donde por primera vez había una amplia mayoría de derechas y se dio el hecho anómalo de que se formara una alianza transversal que bloqueó la acción del Gobierno regional (hasta se le retiraron las competencias de gestión sobre el sector público) dando paso a unas elecciones anticipadas.
Dejando a un lado ese caso concreto, quisiera resaltar que en diez elecciones autonómicas, a lo largo de 36 años, sólo en dos ocasiones la izquierda y la derecha estuvieron muy próximas en escaños.
En 1995, cuando Sergio Marqués fue elegido presidente, la izquierda tenía una mayoría absoluta de 23 escaños, y la derecha (PP) 21. En el medio de los dos bloques estaba el diputado del PAS que se lavó las manos en la investidura. La izquierda no pudo hacer valer su mayoría porque IU jugó a la equidistancia entre los dos grandes partidos, olvidándose de las afinidades ideológicas.
La otra ocasión fue en 2012, la única en que hubo empate a 22: PSOE e IU, por un lado, PP y Foro por el otro. Entre ambos el diputado de UPyD, Ignacio Prendes, con Rosa Díez a su lado tomando las decisiones.
La historia es bien conocida. Un sábado a la tarde Cristóbal Montoro dijo que la autonomía asturiana estaba a punto de ser intervenida y Rosa Díez desempató. ¿Qué ocurrirá hoy?