Terminó la campaña electoral, un tiempo en que los candidatos, por propia iniciativa o requeridos por los medios, hablaron de cosas muy diversas. La sanidad, el declive demográfico, la industria, los problemas del campo, los fondos europeos, la movilidad, los trenes, las residencias de tercera edad, la vivienda, el medio ambiente, la innovación, el turismo, la cooficialidad del bable, los impuestos, la ayuda a las empresas y un largo etcétera en el que está incluido el voto útil y el rechazo a las coaliciones de gobierno.
No digo que hayan aportado soluciones o que trataran con suficiente rigor los asuntos citados, pero, al menos, hablaron de ellos. Por eso resulta inexplicable que, una vez más, la educación no estuviera en las agendas de la campaña. La gran ausente.
A lo largo de la legislatura tampoco se discutió sobre educación, aunque sí surgieron asuntos relacionados con la actividad educativa, como cualquier incidencia en los autobuses que llevan a los niños a los colegios, la sustitución de las bajas de maestros y profesores, las becas para los comedores, etcétera. También en la Junta General del Principado se hacen referencias a cuestiones relacionadas con nuestro sistema educativo, como el gasto por alumno, las escuelas rurales o la necesidad de extender la red pública del primer ciclo de Infantil. Todo eso está relacionado con la escolarización, en sentido amplio, pero no es el centro de la educación. De educación no se habla en Asturias ni durante las legislaturas ni en periodos electorales.
Cuando el 15 de septiembre de 2008 se hundió Lehman Brothers, dirigentes políticos y pueblo llano entraron en pánico. En los informativos de mediodía, tras hablar de la quiebra, hacían referencia a que en España estaban asegurados los depósitos bancarios hasta los 20.000 euros, por el Fondo de Garantía de Depósitos. En los seis meses siguientes se perdieron 900.000 empleos. Entonces hizo fortuna la expresión de ‘la tormenta perfecta’.
Ante un panorama tan negro se alzó un discurso único: hay que cambiar el modelo productivo. Lo repetían jefes y subordinados. El cambio de modelo productivo sólo sería posible dejando de apostar por la construcción y especializándose en actividades que aportan más valor añadido.
En la base de ese discurso único estaba la educación. Sin una mejora del nuestro sistema educativo, sin una juventud más cualificada, no se puede cambiar el modelo productivo. Pasaron quince años y estamos como entonces, con el añadido de la LOMLOE que es un desgraciado producto de la pandemia. En un contexto excepcional se aprobó, por primera vez, una ley de Educación sin informe del Consejo de Estado.
No entiendo cómo nuestros representantes en la Junta General del Principado se atreven a discutir de la descarbonización o se ilusionan con el hidrógeno, mientras muestran un desinterés absoluto por lo que estudian sus hijos o nietos.
Una y otra vez, año tras año, eluden discutir sobre el currículo (objetivos, contenidos, metodologías, sistemas de evaluación), elemento central en la transmisión del conocimiento de unas generaciones a otras. Hay una autocensura generalizada que les impide hablar de planes de estudio, de las asignaturas, de lo que aprenden o ignoran en las aulas. También se autoimponen no discutir sobre los criterios de evaluación. Se inhiben ante la promoción de curso casi automática de los alumnos, pero sobre sobre el despliegue de los aerogeneradores eólicos hay un montón de preguntas en la Junta.
El profesorado ha mostrado su parecer sobre normas, métodos y calificaciones, aunque de forma aislada. No se pueden pedir heroicidades. Ahí están los cualificados funcionarios del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que observan la degradación de su organismo, sondeo tras sondeo, sin decir ni pío. El problema no es de profesionales ni de gremios, sino de nuestra clase política que muestra un desinterés asombroso por la educación.
Cuando a nuestros parlamentarios no les queda otro remedio que decir algo sobre la educación, unos presumen de gastar mucho y otros exigen gastar más. Y a otra cosa. Hace algún tiempo leí un estudio de la Universidad de Comillas sobre la eficiencia del gasto de las comunidades autónomas en educación, con datos de 2016. Entre las tres regiones más eficientes estaba Navarra, a la cabeza del gasto por alumno, y Madrid, que era la que menos gastaba. Las 17 comunidades, de media, podían haberse ahorrado un 19% del gasto y obtener los mismos resultados. No consiste en cuánto, sino en cómo.
En el último estudio del Banco de España se constata que en la primera década del siglo estábamos 9 puntos por debajo de la media europea en PIB per cápita. Ahora estamos 17 puntos por debajo. Para mejorar, cita tres reformas, entre ellas, «revisar la eficiencia en el gasto en educación». Recuerda nuestros dos déficits crónicos: bajas tasas de productividad y empleo, que sólo se remedian mejorando la educación.
La política se verifica en ciclos de cuatro años, lo que va de elección a elección. Las reformas en educación necesitan veinticinco años para madurar. Quizás por eso los políticos se olvidan de ella.
Sin embargo, todas las promesas de futuro realizadas en la campaña sólo se llevarán a cabo si se cambia la educación, con otros contenidos y métodos. Hace falta más gente para levantar Asturias, sí, pero, sobre todo, más cualificada.