El escepticismo con que se observa el desafío independentista desde el resto de España sólo se explica porque se ve como cosa ajena: total no nos jugamos nada. Los partidos constitucionalistas han detallado el coste que tendría para los catalanes la secesión: expulsión de la Unión Europea, pérdida del paraguas del Banco Central Europeo, caída en el corralito, descenso fuerte del PIB.
Sin embargo, no han querido cuantificar cuál sería el coste para España, en términos de PIB, de intercambios comerciales, y un largo etcétera en el que habría que incluir la fragilidad territorial (¿País Vasco?) del nuevo mapa nacional y su enorme retroceso en la escena internacional. Sólo desde la falta de identidad nacional, desde la permanente duda o relativización de lo que somos se entiende el rol de espectadores ante el drama que hoy se oficia en las urnas.
PRIMEROS ESPADAS
Los partidos políticos que se oponen nítidamente al independentismo no han estado a la altura del reto; basta ver los primeros espadas que pusieron para dar la batalla. Albert Rivera, el líder político con más prestigio en Cataluña entre las opciones que defienden la legalidad, se ha quedado en el banquillo, dejando que una desconocida, Inés Arrimadas, le sustituya. El PSC, el partido que recogía mayoritariamente el voto de los emigrantes, presenta a Miquel Iceta, una especie de Travolta en versión histriónica. El PP ha propuesto a García Albiol, un señor que es lo que parece: tan primario en sus declaraciones como capaz de mimetizar su anatomía con aquellas torres humanas que rodeaban a José Ángel Fernández Villa en la época dorada.
Frente a la candidatura unitaria del independentismo, una alineación de espontáneos. Un experimento tan arriesgado no se atrevería a hacerlo Del Bosque ni en un partido amistoso.
¿Por qué los partidos del sistema no dan la batalla? ¿Por qué los gobiernos de España no quisieron ver todos los atropellos realizados por la Generalitat contra las libertades de los ciudadanos? ¿Cómo puede ser que el Gobierno de Rajoy movilice a la Fiscalía y a la Abogacía del Estado para defender a Pau Gasol de una acusación de dopaje y haya callado cuatro años ante las multas de la Generalitat a tenderos por rotular sus establecimientos en castellano y no haya movido un músculo ante el atropello de negar la educación en castellano a las familias que lo pedían en Cataluña? Tan activo para las anécdotas y tan pasivo ante los atropellos.
EL PROBLEMA
Ahora nos acercamos al núcleo del problema. Los partidos de derechas se sienten atenazados cuando se habla de nación. Tienen un complejo histórico y evitan alzar la voz por miedo a que los tachen de franquistas. No están capacitados para ese enfrentamiento.
Y los partidos de izquierda, aunque no sufren ningún complejo, descartan el choque con los nacionalistas porque los consideran compañeros de viaje, salvo en alguna coyuntura concreta. Si tienen que escoger entre los principales líderes de la derecha en la democracia -Suárez, Fraga, Aznar y Rajoy- y los del nacionalismo –Pujol, Mas, Arzallus, Garaikoetxea, Ardanza, Ibarretxe y Urkullu-, la izquierda española escoge en bloque a estos últimos. El destino común vivido hace 75 años por socialistas, comunistas y nacionalistas, en el exilio y en cárceles, creó una complicidad que llega hasta nuestros días.
Aunque el problema se ha transformado ahora en conflicto, con el desafío independentista del nacionalismo catalán, los primeros pasos ya se dieron en la transición. La izquierda nunca se identificó con la idea de la nación española, siempre le gustó hablar de Estado, y si le preguntaban por la patria, sacaba a relucir los servicios públicos, la sanidad, la educación, la seguridad social. Por eso nuestra izquierda abrazó con tanto entusiasmo el “patriotismo constitucional” de Jürgen Habermas, con el que quedaron definitivamente solucionados los problemas de identidad de los alemanes provocados por el nazismo.
LOS SÍMBOLOS
Se construyó un orden jurídico-político impecable, homologado con las democracias más avanzadas, pero sin la argamasa de las emociones. La suerte de los principales símbolos nacionales lo acredita. La bandera española se agitó por primera vez en público en las gradas del estadio Sánchez Pizjuán, en el Campeonato Mundial de Fútbol de 1982. El himno se tolera porque no tiene letra. En las finales de la Copa del Rey de fútbol, los nacionalistas compiten por ver quién pita más al Rey, que aguanta impertérrito en el palco oficial. Cualquier defensa de la bandera, del himno y del Rey es de fachas. Sin embargo admiramos cómo 27.000 franceses cantan la Marsellesa antes de enfrentarse con España en las semifinales del Europeo de Baloncesto.
El relato de las gestas épicas de los españoles está prohibido, con la excepción parcial del descubrimiento de América. Digo parcial, porque las celebraciones del Quinto Centenario levantaron muchas protestas por la sangre derramada en las poblaciones indígenas. Colón, como Franco.
Con una derecha inhibida y una izquierda extrañada, el problema colectivo de identidad nacional es nuestro rasgo específico en el mundo de las naciones. El independentismo catalán está llamado a abrir una brecha en España porque no somos la patria de Benedetti: “esta urgencia de decir nosotros”.