Recuerdo con cariño cuando mis padres me exhortaban a estudiar. «Estudia hijo que tendrás un buen trabajo y no como nosotros», me decían. Sin embargo, pronto me di cuenta de que las cosas no iban a ser exactamente así. El paro, la precariedad, el que te contratasen para puestos inferiores a tu categoría y demás pandemias del mercado de trabajo me afectaban exactamente igual. Fue, si quieren, un poco decepcionante ver como un título no te garantizaba nada, pero, en fin, éramos la primera generación a la cual sus padres podían pagar la universidad y, por tanto, dábamos por buena la inversión. Sin embargo, parece que este desencanto vital ha calado en nuestra sociedad más de lo que esperábamos. Un reciente estudio de la OCDE muestra como las titulaciones superiores pierden atractivo en nuestro país. Es más, señala que su ventaja salarial, probabilidades de encontrar empleo e incluso la pensión que cobrarán cuando se jubilen son inferiores a las que ofrece un tipo de educación como la FP de grado superior. El mercado, dice, es incapaz de absorber la ingente cantidad de titulados y más de un 30 por ciento trabaja en empleos por debajo de su cualificación. Resultado de todo este proceso: el número de graduados se ha estancado en los últimos años y la sensación de que un título vale menos que antes es generalizada.

Bien, pienso que el abuso del «todo el mundo tiene que ir a la universidad» trae consecuencias como éstas. Durante muchos años se vio en a la educación superior como la única manera de acceder al mercado laboral y, claro, se fomentaba el ingreso en la misma independientemente de que gustase o se tuviesen aptitudes para ello. Ahora, como ven, las cosas han cambiado y ya tenemos más de una generación que parece darle la espalda.