Considero el centro político desde un punto de vista teológico. Sí, algo así como le sucede al Vaticano con el infierno, es decir, un lugar «no físico». Muchos políticos -ahora lo pueden ver a diario- recurren a él como una auténtica tabla de salvación cuando los resultados han sido malos. Casi lo buscan como si se tratase de «El Dorado», es decir, todo un país real lleno de éxitos y grandezas. Sin embargo, ese supuesto viaje trae a veces consecuencias indeseadas dentro de las propias filas. Cambiar un discurso de la noche a la mañana puede dar lugar a confusión, equívocos y revuelo general dentro del partido. Es como si, no sé, ahora el PSOE defendiese las posiciones neoliberales en materia de economía o, mismamente, el PP, abandonase el concepto de familia tradicional que defiende. Traería consigo una marejada interna de proporciones, sin lugar a dudas, desconocidas. El supuesto viaje al centro, en definitiva, hay que pensarlo muy bien y, sobre todo, no mezclarlo con otros problemas como puede ser una crisis de liderazgo. Cosa, en resumen, que creo que está pasando en el Partido Popular.
Y es que para mí, al centro no se va, sino que llega a ti. Me explico. El centro político, pienso, lo componen las personas que cambian de voto. Es decir, los que votan a izquierda o derecha sin ningún apriorismo y en función de un razonamiento más o menos lógico. Puede ser, quizá, que estos electores valoren a una persona, una determinada idea o castiguen la gestión del adversario a la hora de dilucidar su voto. Por tanto, cambiar todo el eje central de un discurso tampoco es garantía de llegar a ellos. Hay que, en definitiva, ganarse su confianza en función a un buen trabajo y proyecto creíble. Lo demás, ciertos requiebros sin mucha explicación, suelen traer más problemas que soluciones.