Tengo la sensación de que la huelga de transporte ha sido un poco como el tiempo del mes de junio: inestable y caprichosa. Llegó, descargó y se fue súbitamente. Ayer, tres de las asociaciones del sector, intentaron colapsar Madrid con sus camiones y, como la Guardia Civil se lo impidió, desconvocaron la acción rápidamente. Antes, la semana pasada, algunas comenzaron a firmar acuerdos justo cuando la contundencia policial no dejó margen para mucho más. Hoy, parece ser, una (ya no sabemos si mayoritaria o no) va a seguir adelante con el paro puesto que se desmarca de todo lo anterior. Y, en definitiva, la sensación que le queda al ciudadano es de desconcierto. De que, si el paro estaba convocado por el alza del precio del combustible, éste sigue absolutamente igual. De que, si el sector estaba dividido y desordenado, ahora lo está aún más. De que, si una de las reivindicaciones era un precio mínimo con respecto al cargador, éste sigue sin fijar porque resulta una medida muy difícil de aplicar. Entonces, pues, ¿de qué valieron todos esos episodios de colapso, piquetes y hasta una muerte?

Pues de poco, la verdad. Aunque el Ministerio haya firmado un paquete de 45 medidas para aplicar al sector, las razones de la huelga siguen ahí presentes porque ya, desde el principio, se mostraban complicadas de solucionar. Quizá, y eso es lo peor para el Gobierno, estemos ante una de las primeras huelgas de descontento. Es decir, que al igual que en el Mayo francés sea una protesta contra el sistema, en este caso, contra la crisis económica, que no para de golpear. Y eso, no sólo tiene una difícil solución, sino que desgasta. Y vaya como desgasta…