Parece que, al socaire del incidente entre el Rey y Hugo Chávez, hay más historiadores por metro cuadro que nunca. Como al Presidente venezolano le ha dado por buscar excusas de todo tipo para disfrazar el corte que se llevó, también metió en danza a la conquista española. Ésta, según he visto últimamente, ha servido para que, desde tertulias de baja estofa y conciliábulos culturales de nivel subterráneo, se quiera pedir perdón por los excesos (que los hubo, claro está) en dicho episodio histórico. Pues bien, lo peor que nos puede suceder a mí modo de ver, es que volvamos a reinterpretar la historia de hace cinco siglos con la mentalidad de nuestra época. Antes, en el siglo XVI, los pueblos no se movían por los mismos valores que ahora manejamos. Los diálogos entre un conquistador español y un indígena no eran de la siguiente manera:
– Buenas tardes, soy un conquistador español y he venido para colonizarle. Como comprenderá no me he cruzado todo el Atlántico para irme con las manos vacías, así que, si le parece bien, propongo un diálogo de civilizaciones.
– Sí, verá usted señor conquistador español. A mi pueblo le apetece mucho ser multicultural y, por lo tanto, lo mejor que podemos hacer es recibirle con los brazos abiertos y sentarnos a hablar de nuestras costumbres.
Sería, digo yo, cuando menos estúpido, pensar que la historia de la humanidad siempre se desarrolló bajo estos parámetros. Más bien, convendrán conmigo, fue todo lo contrario. La civilización romana impuso su cultura a sangre y fuego (entre ellos a los antiguos habitantes de Hispania, recuerden), sin que representase ningún agravio. Porque, vamos a ver, ¿debería acaso arrepentirse por haberlo hecho? ¿No dijo bien César Augusto, «Aquí llega la luz de Roma donde antes existían tinieblas»? Debemos, pienso, denunciar los excesos, sí, pero también las cosas buenas que trajo consigo la conquista española, por ejemplo, una lengua que nos une y fraterniza desde hace ya más de 500 años.