“Vuestro falso amor hacia el pasado -un amor de sepulturero- es un atraco a la vida, lo robáis al futuro”. Nietzsche.
La vieja estación del Vasco, siempre, un viaje al pasado. La cantina que conservaba el encanto y el esplendor de su compromiso con una voluntad de estilo que se resistía a entregarse. El pasadizo por el que se accedía a los andenes. Los viejos coches de trenes de madera que en algún momento llegué a ver. Los anuncios que daban cuenta de un tiempo que se había quedado atrás y que eran un guiño hacia un pasado coincidente con el origen de la vieja estación.
Los trenes que partían de la estación del Vasco no viajaban, ciertamente, a gran velocidad, pero, como contrapartida, no recuerdo ninguna larga espera ni para sacar los billetes, ni tampoco dificultad alguna para encontrar sitio libre en su cantina. Se preservó siempre de las aglomeraciones y las prisas.
Estación del Vasco, situada en la calle Jovellanos donde arranca la novela de Pérez de Ayala La Pata de la raposa, arranque, a decir verdad, muy regentiano: ““Una tarde de principios de septiembre. Declinaba el estío mansamente. El inflamado crepúsculo hacía presentir el otoño y su melancolía de fruto conseguido. Pilares, la decrépita ciudad, centenario asilo de monotonía y silencio, yacía al sol poniente más callada y absorta que nunca”
Callada y absorta, la vieja estación del Vasco. Descender sus escaleras era, como digo, un viaje al pasado. ¿Cómo olvidar los viajes en tren a Pravia, el encanto de muchas de las estaciones, el recorrido por lugares de ensueño marcados por un romanticismo memorable? ¿Cómo olvidar algunas conversaciones de personas a las que no sabría ahora poner rostro, por ejemplo lo que decía un señor, que estaba de vacaciones en nuestra tierra y residía en Suiza, acerca del retraso de nuestro país con respecto a Europa? ¿Cómo olvidar, sin embargo, a determinadas viajeras a las que sólo vi una vez en mi vida, como fue el caso de una madre y una hija que se apearon cerca de Pravia y que no empezaron a caminar hasta que el tren reanudó su marcha, acaso poniendo fin a su viaje con un sesgo insoslayable de inquietante melancolía? ¿Cómo olvidar que todo el trayecto desde Oviedo a Pravia discurría, como mandan los cánones de la infancia, por territorio conocido? ¿Cómo olvidar aquel juego al escondite que suponía Fuso de la Reina, aunque desde allí nos encaminábamos a un itinerario muy transitado por carretera que iba desde Trubia a Grao, desde Grao a San Román de Candamo, y, al final siempre estaba Pravia?
Desde la terraza de las casa de Pravia de mis tías abuela se veía la estación. Fue allí donde tuve noticia de que el Estado se haría cargo de la empresa. Fue a partir de entonces cuando aquello se llamó FEVE. Atrás se quedaba el esplendor de un despegue industrial en el que Asturias había atraído inversiones foráneas. Sin embargo, nadie se imaginaba entonces que la vieja Estación sería demolida décadas después.
Estación del Vasco. Tan pronto me adentraba en ella, me sentía como en un viejo salón familiar de cuyas paredes colgaban retratos de antepasados de los que tanto y tanto me habían hablado. Era, insisto, un espacio de otro tiempo, pero incorporado a lo más eterno que hay en nosotros, a la infancia que nunca dejamos de recordar y reinventar.
Viajeros con historia, a veces de nuestras propias novelas. Paseos por el andén alguna tarde de junio, reparando en los anuncios, con el goce que supone saber que tenemos todo un verano por delante. Mañanas en las que el tiempo libre regala la calma necesaria para disfrutar del momento, como aquella en la que fuimos a la cantina del Vasco el día de las vacaciones de Navidad. Un tiempo vencido a la rutina. Un tiempo pintiparado para recordar la niñez y, de paso, arreglar el mundo.
Vieja estación del Vasco. En contra del discurso cinéfilo, para adentrarse en otro tiempo, no se hacía necesario recorrer un túnel, sino meterse de lleno, de forma siempre descendente, desde la entrada hasta el andén. Comprendí perfectamente el significado de esto que digo, leyendo a Walter Benjamin acerca del pasado: “Quien se trate de acercar a su propio pasado sepultado debe comportarse como un hombre que cava. (…) Pues los estados de cosas sólo son almacenamientos, capas, que sólo después de la más poderosa exploración entregan lo que son los auténticos valores que se esconden en el interior de la tierra: las imágenes que, desprendidas de todo contexto anterior, están situadas como objetos de valor”.
Y es que la piqueta, al derruir la vieja Estación del Vasco, sepultó una parte de mi pasado que sólo puedo recuperar con la memoria, la bendita memoria que se encuentra y se revaloriza en esa búsqueda de la que habla el pensador alemán.
Y es que el derribo de la vieja estación del Vasco no sólo constituye uno de los episodios más desafortunados de la reciente historia de Oviedo, sino que además se diría que todos los proyectos ulteriores sobre ese solar están marcados no sólo por la especulación más sórdida, sino también sobre disparates que como aquellas trillizas calatraveñas que, por fortuna, sólo quedaron en anuncio. No es fácil construir con éxito algo sobre una injusticia poética e histórica. ¿Cómo no recordar en este sentido aquella propuesta de erigir una especie de “ciudad de la justicia” sobre una injusticia poética?
Estación del Vasco. Mi madre, mi hermana y yo, camino de Pravia, previa parada en Camilo de Blas, para aprovisionarnos de pasteles para el camino.
Estación del Vasco. Sentía envidia de mis antepasados por no poder viajar en trenes de madera.
Estación del Vasco. En algún momento, supe que en los años más duros de la posguerra, en la vieja cantina, se permitía llevar comida, que se acompañaba con el vino o los refrescos allí servidos.
Estación del Vasco, escenario de dos de mis novelas, cinceladas con memoria y literatura.