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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: PICOS, LA NOCHE

“Los persas de Heródoto pensaban que todo el mundo se equivocaba menos ellos; nosotros, occidentales modernos, no estamos lejos de pensar que todo el mundo tiene razón, salvo nosotros. Esto no es un desarrollo del espíritu crítico, siempre deseable; esto es su abandono total”. (Jean-François Revel).

“Una ojeada general nos hace descubrir dos enemigos de la felicidad humana: el dolor y el tedio. Eso proviene del doble antagonismo en que cada uno de ellos se encuentra respecto del otro, exterior u objetivo, e interior o subjetivo. En efecto, exteriormente la necesidad y la privación engendran el dolor; en cambio, el bienestar y la abundancia hacen brotar el tedio”. (Schopenhauer).

Un viento enrabietado azotaba; los tremendos y continuos chaparrones habían formado arroyos de agua que buscaban las bocas de las alcantarillas con histeria y pavor. Las calles vacías. Los pocos coches que circulaban lo hacían a gran velocidad, acaso con voluntad de salpicar a algún transeúnte que tuviese la mala suerte de convertirse en víctima ocasional. Había que refugiarse en algún sitio, aislarse del vendaval, abandonar las calles que se habían vuelto inhóspitas. Por suerte, Picos estaba abierto.
Tan pronto entramos, se diría que la música nos llegó como una brisa cálida, arropándonos. Nos habíamos emplazado en un lugar inexpugnable. En la barra, había dos clientes que no estaban juntos, cada uno con su perorata, con su monólogo. Y nada hacía pensar que hubiese el más mínimo afán por parte de los citados de comunicarse entre sí. Alrededor de una mesa, transcurría una tertulia muy animada, que parecía hacer los coros a la música ambiente con el tintineo del hielo de las copas. Hablaban de negocios.
Marilyn Monroe hacía de anfitriona. La imagen de la mítica y malograda actirz hacía evocar su voz de gata felicitando el cumpleaños a Kennedy. Ella era el cine. De modo y manera que habíamos pasado del desasosiego invernal al calor de la noche con buena música y bellas imágenes. De modo y manera que habíamos encontrado en aquel momento el lado más amable de la realidad. De modo y manera que la madrugada, con su encanto, nos había conducido al lugar más acogedor de la ciudad. Tomarse una copa en Picos, obsequiados con buena música y sin tener que soportar estridencia alguna, era, en efecto, el descanso, la paz, el momento para conversar sin estar pendientes de la hora, sin servidumbres convencionales.
Los clientes de la barra hacían recordar, cada cual a su modo, al hombre del piano de la legendaria canción. Sin atender a la letra de sus palabras, la música era triste, la que siempre acompaña a fracasos encadenados, en este caso, amorosos. Por su parte, los que formaban la tertulia hablaban de negocios y solían terminar las frases más solemnes con alguna que otra maldición que daba rotundidad a sus asertos.
Nosotros nos olvidamos muy pronto del temporal. La música tuvo unos efectos balsámicos inmediatos. Estar en Picos era, sin duda, un buen plan.
Debo reconocer que tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que Picos fue un establecimiento pionero antes de que las etiquetas, con sus apóstrofes horteras, lo inundasen todo. ¿Cómo llamarlo? ¿Pub? ¿Bar de copas? No hacía falta. En este caso, las imágenes valían más que las palabras, las imágenes que lo decoraban exterior e interiormente, confluyendo entre otras celebridades, Quevedo, Herrerita y Marilyn Monroe, y, para mirar tejas arriba, estaba también fray Luis de León. Por si todo fuera poco, para escepticismo y relativismos, Einstein tenía presencia. ¿Qué más se podía pedir?
Además, Picos fue –y sigue siendo- desde el principio, una isla. Alejado de los locales del Oviedo antiguo, mirando al Aramo, ubicándose cerca de la salida de la ciudad. Una isla para la buena música. Un abellugo que no sólo protegía contra la lluvia, sino también contra todas las rutinas que nos rondaban.
Picos, la noche, antes de otras muchas modas. Picos, la originalidad de no ser un establecimiento en cadena, ni por las etiquetas, ni tampoco por su ubicación. Había que ir expresamente a Picos, no se recalaba por allí en medio de una ronda de locales de ocio.
Había que ir, digo. También es cierto que se podía irrumpir allí sin haberlo planificado cuando las circunstancias de la noche así lo indicaban.
Acudir a Picos, no siendo clientes habituales y fijos, significaba entrar en contacto con todos los mitos de entonces, desde Herrerita, que fue una de las grandes leyendas y glorias del oviedismo, hasta el cine, pasando por la ciencia y la literatura, por una ciencia tan descreída como genial representada por Einstein, por una literatura ingeniosa y cínica como era el caso de Quevedo, así como por un poeta, Fray Luis, víctima de la ortodoxia religiosa, acaso por buscar poesía en textos bíblicos, poesía y verdad, que no poesía y dogma.
Para nuestra generación, que alargó su adolescencia hasta finales de los setenta, Picos, con independencia de que lo hubiéramos frecuentado más o menos, fue un encuentro con los mitos de los años setenta, con su música, con su cine.
Picos, la copa que se alargaba, las conversaciones que eran muchas veces auténticos descubrimientos compartidos, la música que nos evadía de las ñoñeces que todavía perduraban.
Picos, una especie de hornacina para rendir culto a los mitos de un tiempo y una ciudad, mitos en los que no faltaba la ironía, mitos de una música que, salvo excepciones, venía de lejos.
Vuelvo a los personajes de la barra de aquella noche invernal. No se solapaban. Se diría que cada cual escenificaba su propio monólogo sin la menor interferencia en el otro. ¡Ay! La otredad sartriana aquí contaba poco. Y, en todo caso, la música y el ambiente también los amansaba. Su amargura no era alta en decibelios, la angustia iba por dentro.
Vuelvo a los tertulianos que hablaban de negocios. Seguramente, tras continuas tentativas y proyectos, aquella noche no cristalizó ninguna operación. Se diría que la noche les brindaba perspectivas distintas a las que podían vislumbrar en otros escenarios más serios y solemnes, pero les ampliaba horizontes.
Picos, estoy seguro de que el hombre del piano, con distintos disfraces, acudió allí muchas noches, buscando consuelo en Marilyn. Picos, sin duda alguna, Herrerita contó a más de un solitario sus episodios futbolísticos más gloriosos. Picos, tengo la certeza de que Einstein les dijo a todos los espíritus científicos que por allí pasaron que la vida no podía ser tomada muy en serio. Picos, estoy convencido de que Quevedo hizo de confesor, con ternura y también con descreimiento. Picos, con toda seguridad, fray Luis hizo ver que la buena poesía también está en las copas, como Dios en los pucheros que decía Santa Teresa.
Picos, allí todos bailamos con Marilyn.
Picos, como diría Juan Cueto, “lo glocal”.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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