Hay días para la memoria, días en los que una noticia, una anécdota o una mera asociación de imágenes hacen que nuestro cinematógrafo interior ponga en marcha, de forma fragmentaria, una parte de la inacabada y caótica película que hemos ido almacenando. Hay días para la evocación de personas con las que hemos perdido el contacto hace tiempo y, desde el hondón de Dios sabe cuántos y qué recordatorios, imploramos que su relato se amplíe a sabiendas de que nunca se completará.
¿Cómo no recordar a aquella legendaria amiga, de familia bien y temerosa de Dios, que los domingos, según me contaba, cuando se emitía el primer telediario, escuchaba en silencio los comentarios píos de su madre y patrióticos de su padre, mientras ella digería de muy distinta manera lo que iban contando aquellos bustos parlantes?
¿Cómo no recordarla, digo? Estudiante de historia que, tan pronto alcanzó la mayoría de edad, se fue de su casa y en aquellas interminables noches de tertulias, copas y confidencias, aludía siempre a lo que le habían transmitido las monjas e impuesto sus progenitores?
¿Cómo no recordarla en aquellos primeros años de la transición cuando aludía a aquellos “actos de afirmación nacional” que guardaban relación con las encendidas arengas de Blas Piñar, personaje muy respetado y mentado en su casa?
¿Afirmación nacional, cuando se le negaba cualquier derecho a la España peregrina, a la España de los dos exilios, interior y exterior? ¿Afirmación nacional cuando la mejor España, intelectual y científicamente hablando, no había tenido sitio en el franquismo y se le pretendía seguir excluyendo en aquellas vibrantes arengas?.
El jersey de cuello de cisne, la faldita mona, la medalla de no sé qué Virgen, la imagen perfecta de la señorita bien educada y formada en el nacionalcatolicismo más rancio. Así veía el telediario los domingos, mientras terminaba en familia de dar cuenta de los pasteles que se habían comprado a la salida de misa.
No estaba en el guión replicar nada. Presencia muda y respetuosa la suya, hasta que un buen día dejó todo aquello. Y su vida en libertad dio comienzo.
¿Cómo no recordarla en unas fechas en las que se tiene noticia del fallecimiento de Blas Piñar, personaje tan admirado por su padre? ¿Cómo no recordarla pocos días después de que en un acto solemne en el Senado de homenaje a las víctimas del Holocausto nazi no se honrase la memoria de los republicanos españoles que terminaron sus días en campos de concentración? ¿Cómo olvidar que en su momento Serrano Suñer declaró que los exiliados republicanos no eran españoles? ¿Cómo olvidar lo que se gestionó desde la España franquista con las autoridades alemanas de la Francia ocupada para dar caza a compatriotas exiliados y fusilarlos en el suelo patrio?
¿Cómo no recordar a mi amiga cuando me hablaba de sus impresiones sobre el libro de Clara Campoamor al tiempo que echaba pestes contra aquella educación recibida a base de estampas, beateríos rancios y otras lindezas?
Querida memoria, que no se vuelva nunca “ciega abeja de amargura”, que diría Juan Ramón Jiménez. Querida memoria, que no te distorsione, siguiendo al poeta, ningún “corazón falaz”, ninguna “mente indecisa”.
Querida memoria, que me permites, que nos permites, alcanzar con desgarro el recordatorio de aquella machadiana España de la rabia y de la idea, aquella España que, a pesar de todo, sigue viva en los libros y en eso que seguimos llamando historia.
Querida memoria, que me traes aquellos relatos de unas puestas en escena de unos telediarios en los que, desde el silencio, aquella entrañable y heroica amiga tejía y destejía los invisibles cortinones que darían empaque a un marco en el que el día a día enmudecido buscaba voces que lo contasen y ecos que lo hiciesen resonar y perdurar.