El 22 de febrero de 1939 fallecía en Colliure don Antonio Machado. Se fue de la vida, como había escrito, ligero de equipaje. Dejaba tras de sí una España derrotada en la que el poeta no podía tener sitio. De su último y agónico periplo da noticia con precisión Corpus Barga. Últimos versos mirando al mar. Últimos suspiros por y para España. Envejecido y derrotado, se murió don Antonio. Acaso el poeta por excelencia a la hora de buscar el legado moral de un tiempo y un país que se despedía de su segunda edad de oro acosado y perseguido por un afán destructivo que conmovió al mundo.
Aliño indumentario descuidado, versos contados con los dedos, sin la pulcritud juanramoniana, sin la musicalidad de Darío. Pero viendo claro pasado y presente. Pero haciendo de la tarde una cita poética ineludible. Todos los tópicos del 98, la Castilla miserable y terrible, la sangre de Caín. La España que bostezaba. El hombre del casino provinciano. El desgarro ante la muerte de Leonor. El erotismo difícilmente contenible transmitido a Guiomar. La apócrifa verdad de Mairena, apócrifa y lúcida, socrática, sabia, irónica.
El tiempo que somos entre Bergson y Heidegger. La agonía unamuniana. La envidiable inspiración para retratos poéticos nunca superados. El compromiso cívico. El legado institucionista. La bienamada y soñada república. La espectral noche en la que asesinaron a Lorca, eternamente fantasmagórica, inolvidable pesadilla el oprobioso crimen.
El tiempo que somos, digo. Bergson, insisto, el tuno del que tanto aprendió del que le habló a su querido don Miguel. El tiempo, la historia, el amor, la leyenda, lo terrible, la miseria.
Tres cuartos de siglo después de su muerte, don Antonio Machado es, ante todo y sobre todo, un poeta necesario, por ética y por estética, por forma y contenido, la forma que, según Flaubert, era la hoguera que provocaba el fondo.
Un poeta necesario, en efecto, para pensar España, para repensar la historia, para añorar referentes lúcidos y honestos, para ver que lo bello y lo sublime no son necesariamente, con permiso de Kant, incompatibles con una expresión austera, sencilla.
Un poeta necesario para que la izquierda se mire en su propio espejo. Un poeta necesario para demostrar que la mejor poesía no está reñida con un compromiso ético insobornable. Un poeta necesario para estos tiempos de orfandad intelectual.
Soria, el río Duero, el viejo olmo, el Dios Ibero, Leonor, Guiomar, Abel Martín, Mairena. ¿Cómo explicarnos España sin ellos? ¿Cómo hacer calas en nuestra mejor literatura sin todos esos apeaderos de lujo?
Flechas de Cupido, Mañara, rosas con fragancia poética. Y, en medio de todo ello, sobriedad, ninguna estridencia, poesía sin torbellinos, sin mezcolanzas empalagosas, sin sobrantes. Poesía sin excesos barrocos, directa al corazón, regalo al entendimiento. Cita con la intrahistoria que en su día atisbó Unamuno. Machado es el siempre de nuestra poesía, el ayer no acabado, el presente no menos imperfecto. Y el futuro que está por escribir, pero que tendrá que contar con la obra machadiana, con la España que quiso y no pudo ser, la de la rabia y la de la idea. Con el manantial sereno, pero vivo y permanente, del que brota esa cumbre poética que es su obra.
Repito: un poeta siempre y todavía necesario. Y esos versos últimos que hablan de mar y de la infancia, en los que se sumergió camino de aquella muerte que cruzó la frontera.