Tan pronto recibí la llamada de “EL COMERCIO” a media mañana a propósito del agónico estado de salud del ex Presidente Adolfo Suárez, bajo el cielo nublado y las lluvias persistentes, durante el recreo de la jornada docente, lo que más claro vi, más allá del arsenal de recuerdos de un tiempo en que la política se vivía con incertidumbre y pasión, fue la necesidad de repensar las etiquetas históricas que se ponen a los distintos periodos vividos tras la muerte de Franco. Y es que la misión que se le encomendó al político abulense fue la de abrir un escenario político que diese paso a un bipartidismo que –mutatis mutandis- no tendría que ser muy distinto al de la Restauración canovista. Se dio la circunstancia, sin embargo, de que Adolfo Suárez prolongó su presencia en la vida pública más allá de aquellas primeras elecciones democráticas de junio de 1977 en las que, conviene recordarlo, pudieron presentarse formaciones políticas a la izquierda del PCE, y, sin embargo, no se les permitió concurrir a partidos con siglas republicanas. ¡Qué cosas!
Por eso, al recordar, el momento en el que Suárez dimitió como Presidente del Gobierno, tan cercano en el tiempo a la intentona golpista del 23-F, se diría que el bipartidismo no podía esperar. Porque, ya en octubre del 82, lo que se produjo fue, al margen de la irrepetible victoria política conseguida por Felipe González, la consolidación de ese bipartidismo que, insisto, no podía esperar y que vive ahora su declive.
Camino duro y lleno de tremendos obstáculos el que tuvo Suárez desde que fue nombrado Presidente del Gobierno en el verano del 76. Atentados terroristas, secuestros, matanzas como la de la calle Atocha. Las continuas tensiones que provocaba la extrema derecha que no estaba dispuesta ni siquiera a cambios cosméticos. La complicada legalización del PCE en plena Semana Santa del 77. Todo eso lo afrontó con aplomo aquel político cuya trayectoria había estado hasta entonces al servicio del régimen franquista. A su alrededor, se improvisó una coalición política con mezclas llamativas y difíciles de cohesionar, pero que ganó dos elecciones consecutivas en minoría. Suárez había dejado con poca presencia parlamentaria a la derecha proveniente del franquismo, a Fraga y su Alianza Popular, al tiempo que el PSOE de González y Guerra iba creciendo, más que nada, por la fuerza histórica de sus siglas, crecimiento que no impidió a los de Suresnes dejar de lado a dirigentes históricos como Llopis.
Pero, insisto de nuevo, una vez aprobada la Constitución del 78, el bipartidismo no podía esperar. El último Gobierno de Suárez duró muy poco. Y su sucesor, Leopoldo Calvo-Sotelo, cumplió su turno antes de que lo anhelado por Fraga se cumpliese, o sea, una reedición del canovismo, donde al PSOE le tocaría hacer de Sagasta. En el 82, el ex ministro franquista se convirtió en líder de la oposición, mientras que la UCD ya rota, iniciaba su travesía del desierto, travesía paralela que hizo también Suárez con su formación política CDS.
La historia y sus designios. La historia y sus secretos. ¿Qué nos queda por saber acerca de las razones que llevaron a Suárez a presentar su dimisión? ¿Qué nos queda por saber acerca de todas las maniobras políticas que entonces se estaban fraguando por parte de partidos políticos como el PSOE, incluida la cena en Lleida de Múgica con el general Armada? ¿Habrá dejado Suárez escritas en algún lugar unas memorias que despejen determinadas incógnitas que, según barrunto, no harían más que confirmar determinadas sospechas, o, si se prefiere decir de otro modo, hipótesis nada descabelladas que nunca dejaron de tener fuerza?
La historia y sus designios. ¿Cómo olvidar el aplomo de Suárez cuando compareció en televisión tras los atentados de Atocha? ¿Cómo olvidar la entereza con que encaró la difícil tarea que le fue encomendada? ¿Cómo olvidar la declaración de intenciones del primer Gobierno por él presidido cuando se resaltó que “la soberanía reside en el pueblo”? ¿Cómo olvidar su firmeza para dar paso a lo que se le había solicitado? Y, emplazándonos en tiempos mucho más recientes, ¿cómo olvidar aquella fotografía de su último encuentro con el Monarca, donde los dos parecían desandar un camino sobre el que queda tanto por decir?
¿Cómo no preguntarse hasta qué punto fue Suárez consciente de que su misión era abrir paso al bipartidismo que, a su vez, supondría dejarlo fuera de la escena política o, al menos, sin la omnipresencia con la que había contado hasta que decidió dimitir?
Sus cafés, sus instantáneas fumando cigarrillos de la paz con González y Carrillo, Su voz inconfundible, su pasión por la política. Su personalidad pública que no era la de un hombre con gran formación intelectual, que no era la de un personaje que pudiera presentar un currículum jalonado por notas brillantes en carreras universitarias y oposiciones, lo que no le impidió hacer gala de una habilidad para el diálogo que hoy no existe.
No deja de ser llamativo (y trágico) no sólo su pérdida de memoria que vino arrastrando en los últimos años, sino que haya entrado en un proceso cercano al final de su ciclo vital justo en el momento en el que las encuestas anuncian el fin de lo que fue su fin: el fin del bipartidismo.