«España no se constituye, digo, en torno a una unidad dogmática, sea religiosa, o política, o social, o económica, para expulsar de la convivencia nacional a todos los que no han perecido en la contienda contra este dogma. Esto sería una manera de entender la nación que destruiría en su base el concepto mismo de lo nacional… Sería un concepto de pueblo fanático, que lo mismo puede venerar la cruz que la media luna, pero que arroja a las tinieblas exteriores a todo el que no comparta su adoración». Manuel Azaña.
No es justo que en el 75 aniversario del final de la Guerra Civil tengamos que desayunar con la prédica de monseñor Rouco Varela, advirtiéndonos del peligro de que la historia se repita. No es de recibo que, tras haber transcurrido cerca de 40 años desde la muerte de Franco, los funerales de Estado se sigan celebrando desde el catolicismo oficial y, teniendo en cuenta al oficiante, desde el nacionalcatolicismo. ¿No habíamos quedado en que la intocable Constitución garantizaba un Estado aconfesional?
Extraño maridaje el de un Estado supuestamente aconfesional con una institución monárquica católica. Extraño comportamiento, desde la muerte de Franco a esta parte, de una izquierda de siglas que, tras haber gobernado durante veintiún años, no cambió esto, ni siquiera lo planteó como debate.
Y es que ni una nación ni una democracia pueden ni deben constituirse sobre la base de unos rituales que se corresponden con una confesión religiosa, por mucho que la susodicha sea omnipresente en nuestra historia.
¿Cómo es posible que, para despedir a una figura histórica que dijo apostar por la concordia se haya esgrimido una prédica como la de monseñor Rouco? ¿Qué grado de asentamiento y credibilidad puede tener una democracia en la que las personas que representan a las instituciones civiles tengan que asistir a ceremoniales bendecidos por la Iglesia?
Una ciudadanía democrática no puede estar bajo el cautiverio de ningún credo religioso. Una ciudadanía democrática no puede aceptar de ningún modo advertencias apocalípticas que la quieren desarmar como soberana.
¡Qué manera más inapropiada de digerir el 75 aniversario del final de una guerra y del principio de una dictadura que no se asentó precisamente sobre las bases de la paz, la piedad y el perdón que Azaña había implorado!
¿A qué viene ese afán por resucitar fantasmas? ¿A qué viene ese afán por dudar de la capacidad de la ciudadanía para dirimir sus diferencias democráticamente? ¿A qué vienen semejantes recordatorios?
Recuerdo aquellos años en los que había caravanas de coches para asistir a las misas oficiadas por monseñor Guerra Campos, si mi memoria no me falla, camino de Cuenca. Pero aquello no era la España oficial. Ahora las cosas son muy distintas. Se diría que hemos desandado. Se diría que la jerarquía eclesiástica es un poder espiritual sobre todo el país desde el momento mismo en que todas las instituciones asisten a estas liturgias.
¿Tan difícil es separar lo público de lo privado? ¿Tan difícil es que el Estado democrático tenga sus propias liturgias al margen de las creencias de quienes están al frente de las instituciones, creencias que pertenecen, como no puede ser de otro modo, al ámbito privado?
75 aniversario del fin de una guerra, insisto. Y, en lugar de construir un discurso sobre la base de la reconciliación, lo que se hace es plantear casuísticas que puedan suscitar una guerra, otra guerra. ¿Acaso no hubiera sido más pertinente basarse en la figura de Suárez para incidir en que nunca puede haber razones para una contienda como aquella?
Porque aquí hay dos problemas de gran calado. Uno es que no se escenifique lo que es un Estado confesional. Y otro es el discurso de la Iglesia Católica, que parece haber regresado al nacionalcatolicismo.
No nos cautive, monseñor. No nos desarme, monseñor. Los primeros y últimos objetivos de una democracia se basan en la plenitud de derechos y libertades, y no en los espadones ni en los cirios, ni en los palios.