«¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas?… Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es resoñarla». (Miguel de Unamuno en su prólogo a ‘Niebla’).
En 1914, Unamuno ya estaba contra esto y aquello, también contra éstos y aquéllos. Arremetió contra el horror de la Primera Guerra Mundial y se declaró, sin tibieza alguna, aliadófilo. Combativo en la vida pública, heterodoxo como poeta, novelista y dramaturgo, publicó en ese año su novela ‘Niebla’. Aunque ya en 1902, con ‘Amor y pedagogía’, había roto con el molde tradicional del género, con la que aquí nos trae se consagra su originalidad como novelista.
Las descripciones no entraban en sus ‘nivolas’. De lo que se trataba era de contar lo que habitaba en el interior de los personajes, su lado más dramático y hasta trágico, su hondón. De lo que se trataba era, por decirlo con uno de los términos más afortunados que acuñó el propio don Miguel, de contar la intrahistoria de sus criaturas de ficción.
Unamuno no buscaba el entretenimiento ni el sosiego del lector, antes al contrario, pretendía dar sacudones de duda, y, con ello, de angustia. Y, junto a ‘San Manuel Bueno, mártir’, nos encontramos ante la obra maestra de la novelística unamuniana.
La muerte, como negación del sentido de la vida. La muerte, como aquello que nos devuelve a la nada en la que estuvimos desde antes de nacer. La vida, pues, como débil luz entre esas dos tremendas sombras a las que, al unamuniano modo, sólo se podía combatir desde la voluntad de ser. La pregunta, la angustiosa pregunta, era si tal ímpetu, glorioso, heroico e irrenunciable, bastaba, nos bastaba. En todo caso, de la misma manera que había que rebelarse contra nuestra condición mortal, al personaje novelesco, en este caso, a Augusto Pérez, le tocaba hacer lo propio con respecto a su autor. La originalidad que supone que el protagonista de la novela se le aparezca a su autor es notoria y hace de ‘Niebla’ una novela de referencia. En efecto, Augusto Pérez comparece ante el autor discutiéndole el derecho a decidir sobre su vida, negándole semejante prerrogativa. El diálogo entre el novelista y el personaje constituye, sin duda, el lance más original de toda la obra narrativa de Unamuno.
Por otro lado, es obligado recordar lo que dejó escrito Julián Marías a propósito de la obra novelística de Unamuno, y es que no tuvo discípulos o, si se prefiere decir con un término más llevadero, careció de seguidores. Y me temo que, a día de hoy, varias décadas después de que Marías hiciese tal aseveración en su ensayo sobre el escritor vasco, sigue siendo así, a pesar de que Unamuno anticipa, entre otras cosas, el monólogo interior en sus novelas.
Cien años después, ‘Niebla’ merece ser leída como una novela tan original como lograda. Como una intrahistoria narrativa que busca agitar el espíritu de los lectores. Como un encuentro, siempre saludable intelectualmente, con una da las figuras más gigantescas de nuestra literatura contemporánea.
Y, en efecto, la historia y la buena literatura están también para ser ‘resoñadas’, incluso en tiempos como éstos, tan mezquinos, sórdidos y mediocres.