Si algo se pone claramente de manifiesto con el debate surgido a resultas del presuroso aforamiento del anterior Jefe del Estado, no es en sí misma la pertinencia o no de tal medida, sino la realidad de un tiempo y un país que encabeza las cifras de ciudadanos en paro y también de aforados. Un contraste, a decir verdad, afrentoso y provocativo. Y, al mismo tiempo, lo que se puso de relieve a raíz de la reciente imputación del expresidente francés Nicolás Sarkozy es la diferencia entre un país donde se demuestra con hechos que, en efecto, la Justicia es igual para todos, frente a una España en la que un amplísimo listado de cargos públicos gozan de unos privilegios que les exoneran de comparecer en una comisaría como cualquier otro ciudadano al que la policía considere procedente interrogar.
Dicho esto, cabría esperar que, en todo caso, con el aforamiento regio, se hubiese abierto un debate acerca de la necesidad de, al menos, disminuir considerablemente el número de personas que gozan de tal prerrogativa. ¿Hasta cuándo, hasta dónde y hasta qué habrá que esperar para que la mal llamada clase política decida con hechos poner freno a sus privilegios, frente a los ciudadanos a los que dice representar?
Con respecto al inevitable contraste que cabe establecer entre Francia y España por el episodio en el que se ha visto envuelto el anterior Jefe del Estado del vecino país, desde el republicanismo, convendría dejar meridianamente claro que aquí no se trata de desear vehementemente ver al anterior Rey imputado, sino que el busilis radica en que no haya inviolabilidad para nadie, y que, llegado el caso, se defienda con los mismos instrumentos que puedan estar al alcance de cualquier otro ciudadano.
Lo que en modo alguno sería de recibo es mostrarse contrarios al aforamiento del anterior monarca y, al mismo tiempo, favorables a que lo mantengan esas diez mil personas que se calcula que cuentan con semejante inmunidad. Hora va siendo ya de que la mal llamada clase política piense que llegó el momento de reformarse a sí misma, pero no sólo con retórica.
No, no se puede caer en la falacia de apostar por la República y, al mismo tiempo, pretender conservar intactos unos privilegios que constituyen toda una afrenta contra la dignidad ciudadana. Así de claro y así de crudo.
Y es que tampoco hay que olvidar que aquí no sólo están aforados cargos públicos de los dos grandes partidos, aunque, claro está, son mayoría. La inviolabilidad en política democráticamente entendida vendría a ser algo así como –mutatis mutandis– la infalibilidad en la ideología y en la opinión, algo a todas luces contradictorio en sus propios términos.
No nos hurten, por favor, los debates urgentes y necesarios. No nos quieran cambiar la parte por el todo, la anécdota por el problema de fondo. De falacias y medias verdades estamos ya más que hartos.
Aquí, la paz y la palabra, que diría Blas de Otero, son de la ciudadanía. Todo por ella, pero sin paternalismos, o sea, contando con ella, esto es, con todos nosotros. Soslayar esto significa incurrir en puro anacronismo, en la madre de todas las antiguallas.