Hoy se inaugura en el Aula Valdés- Salas, una exposición de la pintora Celsa Díaz cuyo título, ‘lo cotidiano’ es, a mi juicio, un sutil equívoco, tan sutil equívoco como el universo que se plasma en la práctica totalidad de los cuadros que estarán colgados hasta el 22 de este mismo mes en este enclave salense. Es lo cotidiano, sí, pero sin nada de costumbrismo. Son, en efecto, paisajes, mas nada tienen que ver con un realismo amable, ñoño y pueril, plagado de tópicos.
Se trata, se lo aseguro, de muy distinta cosa. De la niebla que envuelve el paisaje astur en otoño e invierno. De esas horas, en las que el día se resiste a desplegarse ante nosotros. De ese viaje silencioso de cada día en el que los clamores son internos, en el que se siente la necesidad de buscar protección en uno mismo, pues aquello que nos rodea, en lugar de ampararnos, demanda ser acogido.
Camino, carretera, viaje, periplo. Tramos de carretera que casi siempre terminan en curva. Árboles desnudos y vulnerables cuya contemplación nos desangela. Y es que el conjunto de cuadros que expone Celsa Díaz es, ante todo y sobre todo, una poética de lo desangelado que nos lleva –velis nolis– a la melancolía. Digo melancolía y no derrotismo. Es la invitación del paisaje a buscar fortaleza y respuesta en nosotros mismos. Es el sesgo de melancolía tan asturiano que, según escribió Pérez de Ayala, contagia no sólo a los viandantes, sino también a los caballos y a los perros.
El árbol que parece haber sido fulminado por un rayo. El caminante en el arcén de la carretera que avanza en sentido contrario de los coches que circulan. Coches cuyos faros se contagian de lo exangüe del paisaje. Praderías con un verde alfombrado y sumiso, pero exánime al que la estacionalidad paraliza dejándolo ajado.
Esa luz tan agridulce. Esos tendidos eléctricos envueltos en la niebla. Esas legañas en nuestros ojos que están sin expandirse al igual que la hora en la que se atraparon las muestras del paisaje que pueblan los cuadros. Y, sobre todo, esa magia de lo melancólico, esa invitación irrenunciable al ensimismamiento. Ese clamor silencioso a la introspección donde hay que encontrar respuestas, esta vez sí, enérgicas y decididas.
Lo que Celsa plasma en sus cuadros no deja de ser, por otro lado, una declaración de amor a ese paisaje transitado cada día, declaración de amor que se manifiesta a la hora de expresar la vulnerabilidad de un entorno castigado por la estacionalidad, si bien no sólo por ella.
El viaje, el eterno viaje, que no es exactamente un regreso a Ítaca, sino un tránsito continuo por ella, tránsito que despliega amor y ternura hacia ese universo que interioriza en un intento de aislarlo de temores y temblores desde una mirada artística y protectora, que lo convierte en creación propia. Y es que, como alguien dijo, «no hay un yo sin un paisaje».