Sobre un pedazo de muro entre dos pegollos, también entre aguacero y aguacero, despliego varios periódicos. En casi todos ellos se publican reportajes sobre la trayectoria de Pujol, llegando incluso a informar acerca de su árbol genealógico. Como diría Torrente Ballester, toda una saga/fuga de personas profusamente (que no profundamente) documentadas sobre quien vino haciendo de paterfamilias del catalanismo conservador. Me llama la atención, sobre todo, con qué prontitud se especializaron algunos en la vida y milagros, anécdotas de ancestros incluidas, del político catalán. Acaso sobre improvisación que en estos tiempos tiene mucho de «copia y pega». No obstante, de todo cuanto se publica al respecto, lo más literario de todo es la información del aislamiento de este personaje en una casa de campo, desprovisto de instrumentos de contacto con el mundo, incluso de teléfono móvil.
Lo más literario, digo. Me imagino que, en lances como éste, cuando el propio interesado se vio en la necesidad de pedir disculpas por un comportamiento que colisiona de lleno con la ejemplaridad pública, la tentativa de borrar lo acontecido, de reescribir su vida, de explicarse en esa dramática página en blanco que el sentimiento de culpabilidad despliega, es imperiosa.
Desde esa soledad aterradora en la que los apoyos no pueden hacerse explícitos so pena de incurrir en un desprestigio añadido, ¿cómo enmendar lo hecho, cómo borrar el manchurrón de lo publicado, cómo rebatir el juicio que la historia ya ha anticipado? ¿Cómo? En una cultura judeo-cristiana, en la que no hay hecho diferencial que valga entre Cataluña y el resto de España, el recurso de la confesión se presenta sin rubor.
Perdón, todo el perdón se implora, pero con el bálsamo del amor, del amor, en este caso, a esa tierra a la que considera que consagró su vida. Perdón en soledad, perdón, sin voces y sin ecos, perdón que es puro monólogo, que es desgañitarse sin un coro que le replique.
Porque, miren ustedes, más allá de las distintas mutas y jaurías de las que habló Canetti en su gigantesco libro ‘Masa y poder’, hay dos tipologías de colectivos espontáneos por los que siento un rechazo más que manifiesto: se trata, por un lado, de los que se juramentan para liturgias de linchamiento, y, por otra parte, de los corifeos de aduladores, máxime teniendo en cuenta que estos segundos pueden mudarse a los primeros.
Ya no hay adulación posible hacia el señor Pujol; lo máximo que puede lograr es un silencio culpable de los que ya no se atreven a adularlo. Y, de otro lado, la jauría de los que se escandalizan no va a parar, de los que se escandalizan no sólo con ruido y con furia, sino también con algo peor: con cinismo, pues muchos de ellos estarían dispuestos a mirar hacia otro lado si el implicado fue alguien de los suyos.
La confesión como género literario, desde San Agustín hasta Rousseau. Desde el autor de ‘El contrato social’ hasta los diarios íntimos de personajes como Amiel, incurrieron todos ellos en este género. Y, ¡ay!, un glorioso antecedente al que no se puede aludir sin sonrojo. Hablo de Sócrates, del Sócrates a quien Platón pone letra en su ‘Critón’. El problema de este pintiparado momento para que Pujol incurra en el género al que estamos aludiendo es que aquí no se puede acudir al remedio de encargar que se le devuelva a Esculapio su gallo, aquí no hay un quitamanchas que deje un discurso de honestidad. Pero, aún así, la patria no puede no ser invocada, la patria sagrada e inmaculada, a la que Companys despidió de forma conmovedora.
Habrá quien se refocile en este ‘affaire’ implorando una tremenda falta de honestidad como pretexto de su anticalanismo. Y también, todo es posible, habrá quien dé a entender que el amor a la patria lo redimirá.
Termino estas líneas cuando cae otro aguacero, cuando el maíz crece por momentos, cuando la niebla paraliza casi todo, salvo la lluvia, salvo el ruido y la furia de tantos improvisados reporteros de urgencia que, como muchos políticos, no resistirían esa prueba del nueve de la memoria a la que llamamos hemeroteca.