“En 1830, Larra había dicho: “Nos hallamos en el término de una jornada sin haberla andado”. En 1930, sentíamos detrás de nuestros talones el abismo que no habíamos saltado, sino que se había abierto por sí mismo por inconsistencia de la tierra donde poníamos la planta. Es cierto que podíamos seguir sin preocuparnos del progresivo desmoronamiento, pero también podíamos (¿pudimos?) detenernos a afianzar el barranco”. (Rosa Chacel) .
El 7 de agosto de 1994 falleció Rosa Chacel, una de las cumbres de la prosa española de la generación del 27, lo que significa una de las cumbres de la prosa española contemporánea. Y, como en no pocos casos, el conocimiento y reconocimiento de su obra están muy lejos de sus merecimientos literarios. Tuvo la fortuna de frecuentar los cenáculos más importantes de lo que se viene conociendo como la Edad de Plata, acudiendo a las tertulias de Valle-Inclán y de Gómez de la Serna, entre otros.
En algún lugar, testimonió por escrito su compleja incorporación a la novela deshumanizada que en su momento auspició Ortega, incorporación que arrancó con desencuentros entre el maestro y la entonces joven escritora, desencuentros que no fueron óbice para que el filósofo le encargase en su momento escribir la biografía de Teresa Mancha, biografía que es no sólo toda una declaración de principios sobre una sociedad injusta con la mujer, sino que es también una muestra inequívoca de eso que se viene conociendo como obra bien hecha.
Republicana convencida, también después de que la guerra civil pusiese término al único Estado no lampedusiano de nuestra historia contemporánea, su vida tras la contienda estuvo marcada por el exilio en Brasil y la Argentina, y su regreso definitivo a España tiene lugar en 1977 tras la muerte de su marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio.
Y, a pesar de los diecisiete años de estancia en nuestro país hasta su muerte, a pesar también de ocupar con toda justicia un espacio nada marginal en las historias de nuestra literatura contemporánea, puede decirse que no alcanzó el reconocimiento merecido por parte del público lector.
A día de hoy, veinte años después de su muerte, sería un acto de justicia poética que su obra fuese leída conforme a sus merecimientos literarios. Estoy convencido de que para muchas personas sería todo un descubrimiento. Asimismo, su trayectoria vital, marcada por el esplendor literario de las primeras décadas del pasado siglo, así como por su condición de exiliada, constituye una referencia de primer orden acerca de una mujer excepcional que en modo alguno se sintió ajena a las carencias injustas sufridas por las mujeres de su época.
Me atrevería a sugerir a todo el mundo que se iniciase en la lectura de la escritora que nos ocupa con su biografía sobre Teresa Mancha, todo un paradigma de un género apasionante, máxime si se ejecuta con los parámetros que en su momento señaló Ortega acerca de un género que el propio maestro cultivó al ocuparse, entre otros, de Velázquez. Y, por otra parte, la biografía de la que estamos hablando no pudo ser publicada hasta 1941 en Buenos Aires, ya en el exilio.
Buena cosa sería que el veinte aniversario de su muerte contribuyese a que la obra de Rosa Chacel no estuviese presente sólo en las bibliotecas y en las librerías que ofrecen al público algo más que las últimas novedades literarias.