No es nada fácil escribir una biografía sobre alguien como Ortega que fue un maestro del género no sólo por las trayectorias vitales de las que se ocupó siguiendo sus propias teorías, sino también porque continuamente fue dejando claves con las que intentó explicarse a sí mismo. Y, por otro lado, hay riesgos casi imposibles de evitar cuando se acomete la tarea de contar la trayectoria de un gran escritor. Es muy tentador incurrir en glosar textos a menudo deslumbrantes. O sea, quedarse en l a mera paráfrasis textual. Así las cosas, el autor de la última biografía sobre Ortega, Jordi Gracia, aceptó un reto nada exento de riesgos, lo cual siempre es meritorio.
A la hora de hablar de las fuentes que se manejan, así como de los episodios que se deciden contar, siempre nos preguntamos hasta qué punto deben entrar en una biografía aspectos que pertenecen de lleno a la vida privada del personaje, como aquellas cartas que el autor no decidió publicar, pero que, andando el tiempo, se ponen en mano de algunos investigadores.
Ni es fácil dar una visión de conjunto de alguien que fue a un tiempo un intelectual que participó de lleno en la vida pública de su país, un pensador muy destacado más allá de nuestras fronteras y un escritor que no renunció nunca a eso que comúnmente se denomina voluntad de estilo. Fue Juan Marichal quien advirtió que, en la totalidad de la obra de Ortega, no ocupaban menos sitio sus escritos políticos que las obras filosóficas propiamente dichas. Esa visión de conjunto obliga no sólo a una estructuración siempre complicada sino también a emplear un número de páginas importante.
En este sentido, el planteamiento de Jordi Gracia es discutible cuando sugiere en más de un momento que los fracasos políticos de nuestro personaje le llevaron a volcarse en una obra filosófica ciertamente dispersa y discontinua, pero de gran relieve. Inevitablemente discutible el susodicho planteamiento porque, en lo que respecta a su implicación en la vida pública, se trataba, entre otras cosas de una salvación de la circunstancia que al orteguiano modo era insoslayable. Y, por otro lado, sobre la vocación en general y sobre su vocación filosófica en particular Ortega escribió lo suficiente en cantidad, en calidad y, sobre todo, en claridad, para dejar pocas dudas al respecto.
Llama la atención que, siendo Jordi Gracia un afamado historiador de la literatura, apenas profundice en los escritos literarios de Ortega, al tiempo que se aventura en el análisis de su trayectoria filosófica sin conseguir aportar vislumbres que superen a otros estudiosos de Ortega, especialmente Ferrater Mora.
Otro aspecto que me llama mucho la atención de este libro es el que aborda la última etapa de Ortega desde su regreso a España hasta su muerte. Si en su momento Jordi Gracia había arremetido contra Gregorio Morán por su libro sobre el filósofo, el catedrático de literatura, que con tanta generosidad se ocupó de la obra y circunstancia de Dionisio Ridruejo, descuida el contexto de aquella España oficial de y no se ocupa a fondo de lo más importante del asunto, es decir, de hasta qué punto fue coherente por parte de Ortega regresar a un país que había retrocedido en el tiempo de forma tremenda.
En todo caso, siempre es apasionante volver a Ortega y, por otra parte, se trata de un libro suficientemente documentado que ayuda a acrecentar el interés por una figura irrepetible de nuestro siglo XX