¿Cómo hacer frente a la insularidad existencial en la que estamos? ¿Cómo combatir la imparable decadencia que venimos sufriendo? ¿Cómo rescatar lo mejor de nosotros mismos? ¿Cómo plantarle cara a la insulsez del discurso de la Asturias oficial, es decir, del discurso de nuestro Presidente Fernández? No nos sentimos abrumados por el resto de España. No podemos tener tal vivencia, porque –¡ay!–, en gran medida, no existimos, porque –¡ay!– la Cordillera Cantábrica nos aísla, también existencialmente, del resto de la piel de toro. De ahí viene en no pequeña parte nuestro síndrome de insularidad que tanto daño nos viene haciendo.
Una poética de Asturias, de la Asturias envuelta en niebla, de la Asturias en la que la melancolía se alimenta de nuestro paisaje. De la Asturias ensimismada en su decadencia, de la que no acabamos de salir. Furgón de cola al machadiano modo somos. Y en un momento, en que la vertebración territorial de España sufre continuos reventones, nuestro presidente nos pone como modelo frente al secesionismo. ¿Es ésta la mejor manera de sacar pecho para afrontar el declive que no deja de golpearnos?
Hablamos de una Asturias que, desde la creación del llamado Estado de las Autonomías, hace converger la fiesta religiosa con la civil. La Asturias oficial se sigue vistiendo de largo en Covadonga y no hace camino al machadiano modo para buscar una puesta en escena fuera de la liturgia mariana. Ello a pesar de que, salvo la excepción del periodo de Marqués y del fugaz mandato de Cascos, aquí gobernó siempre un partido que en sus siglas se reclama socialista.
Una poética de Asturias. Nos consta que nuestro presidente autonómico se esfuerza por lograr un discurso con voluntad estética. El problema radica en que no da más de sí que su obsesión contra el secesionismo. ¿Pero con ese bagaje antinacionalista es suficiente para forjar un proyecto para esta tierra que nos saque del marasmo en el que llevamos estando décadas?
La paradoja consiste en que, por mucho que el señor Fernández se desgañite a la hora de mostrarnos como una sociedad sin afanes independentistas, apenas existimos para el resto de España. Aquella falta de transitividad de Asturias de la que habló Ortega en su momento está alcanzando un crecimiento preocupante, falta de transitividad a la que no es ajena en modo alguno nuestra decadencia.
Si nos ponemos en los conocidos planteamientos de Renan, podríamos decir que, entre nuestras ‘glorias comunes’ se encuentra muy arraigado el poderío que históricamente supuso haber hecho frente a lo invasivo. Ahora bien, entre las carencias, sobresale de forma inquietante la incapacidad manifiesta para conseguir que seamos tenidos en cuenta. Y a los hechos podemos remitirnos. Ni para lo bueno ni para lo malo abrimos telediarios.
Y, puertas adentro, se da el paradójico caso de que, como contrapunto al topicazo de nuestro supuesto grandonismo, lo que hay es un ‘cosmo-paletismo’ que, como diría Jerónimo Granda, «mete miedo». Aquí, la mejor Asturias está olvidada en el discurso oficial. Aquí, hay una imperiosa necesidad de diván para todos aquellos, que son muchedumbre, para quienes resulta sonrojante que su abuelo calzase madreñas y calase su boina, para quienes saben que su abuelo decía «panoya» en lugar de «mazorca». Aquí, se obvia que, desde Jovellanos hasta las primeras décadas del siglo XX, Asturias fue vanguardia, y actualmente es furgón de cola.
Aquí, en el colmo del desgarro existencial, se siente nostalgia de la nostalgia. Se echa de menos aquel tiempo en el que se añoraba a los ausentes que, andando el tiempo, tanto contribuirían a la modernidad de esta tierra.
Erre que erre el españolismo de don Javier. Erre que erre en una insularidad creciente y, peor aún, asfixiante. ¿No es esto pura poesía, que no poesía pura?