Mucho más que un concierto, mucho más que un resumen de una trayectoria musical larga y exitosa. Mucho más que unos extraordinarios compañeros de oficio y escenario. Mucho más que un acto multitudinario. Porque la actuación de Víctor Manuel, abriendo las fiestas mateínas en Oviedo, constituyó, ante todo y sobre todo, una fuente de referencia obligada a la hora de construir la educación sentimental de, al menos, dos generaciones, de la suya propia, la sesentayochista y de la que le sigue, la de un servidor, la de los nacidos entre finales de los 50 y principios de los sesenta. Actuación que, además, estuvo muy cercana en el tiempo a la celebración de la Diada en Cataluña y al aniversario del golpe de Estado sangriento que trajo como consecuencia, entre otros crímenes horrendos, el asesinato de Salvador Allende en Chile.
Se conmemoraba en el concierto referido parte muy importante del inventario de las canciones de amor que nos acompañarán siempre. Se conmemoraba también –y en la misma medida- el acompañamiento musical de los sueños y utopías que nos marcaron, como un tatuaje tan invisible como indeleble. ¿Cómo no recordar las canciones que pusieron letra y música a muchos de nuestros sueños? ¿Cómo no recordar las canciones que llegaron a lo más profundo de nosotros mismos? Como alguien dijo, paradójicamente, lo más profundo es la piel, esa piel que se eriza y que deja correr con electricidad onírica aquello que nos hizo sentirnos eternos en determinados e irrepetibles instantes de nuestras vidas.
Apuntes, digo, de una educación sentimental, con canciones que tanto y tanto explican. Apuntes que nos llevan al deseo de no ir más allá del momento en que aquellas canciones nos enardecieron. Demasiada poesía frente a la prosa que vino después. ¿Quién nos iba a decir que, andando el tiempo, llegarían tantos desconciertos y decepciones? ¿Quién nos iba a decir que algunos pasaron de aquello a posturas que negaban sueños y utopías? Por eso, mejor es dejarlo estar en aquellos momentos que nunca podremos olvidar porque dan cuenta de lo mejor de nosotros mismos.
Notas para una biografía sentimental. Notas que tienen que ver con esas coincidencias en el tiempo a las que me referí más arriba. Hablando de Cataluña, ¿cómo no recordar a los personajes de Eduardo Mendoza, de Vázquez Montalbán y de Juan Marsé? ¿Cómo olvidarse de L’Estaca, de Lluis Llach? ¿Cómo obviar que Cataluña forma parte de nuestra educación sentimental al concebirse y desarrollarse en su territorio poemas, novelas y canciones que llevamos tan dentro? Cómo soslayar que, en momentos como éste, de gran desapego entre esa tierra y el resto a resultas de la incompetencia y cerrazón de muchos políticos de un lado y otro del Ebro, nos duele esa ruptura anunciada, ese desarraigo cuyos ayes son clamorosos.
Notas para una biografía sentimental. ¿Cómo no tener presente a Salvador Allende, un político de talla, con discurso, no un monigote circense? ¿Cómo olvidar que con su asesinato la izquierda sufrió un revés del que está muy lejos de reponerse? Y, asociado a don Salvador, ¿cómo no recordar a Víctor Jara, víctima también de los golpistas, cómo no conmoverse con los cinco minutos de Amanda, camino del encuentro con su vida y amor?
Notas para una educación sentimental. Lo sublime frente a lo cursi. La paz frente a la guerra. El amor como mayor revulsivo para que emerja lo mejor de nosotros mismos. El dolor de la muerte en la mina. El canto a una Asturias sentido desde la mejor poesía del siglo XX. La apuesta por recuperar para la libertad las calles de Santiago. El amor y la libertad que esperan el alba.
Y no, no es momento para reparar en lo prosaico, en cegueras en las que incurrieron los más lúcidos, en silencios imposibles de justificar, en incoherencias insalvables.
Tocaba en ese concierto aferrarse a un tiempo en el que el amor envolvía, a un tiempo en el que la libertad era el himno gigante de sueños irrenunciables. Cantamos con
todo aquello. Y, en ese hondón insobornable, contamos con todo aquello, al menos con lo que supimos hacer nuestro, muñón de todo un cúmulo de decepciones que, con todo, no nos obligaron a quedarnos en la ponzoña del cinismo, en la falacia de desdecirse. El himno y los sueños son nuestros. No hay forma de que nos los arrebaten, ni siquiera aquellos que contradicen en su vida pública lo que nos inculcaron con el fuego de la zarza ardiente de los sueños.
Recordaremos a Amanda. Soñaremos con Albanta. Andaremos verso a verso. Amaremos a Yolanda. Vibraremos con el poema de Amor de Serrat. Seremos el coro de bendita indignación en la Planta 14. Y volaremos con las nubes viajeras en ese canto a Asturias que Garfias hizo inmortal. Amor, libertad, sueños. Nuestros dioses y nuestros héroes que nos librarán de la tumba del conformismo y la vulgaridad.