Por mucho que se nos haya inculcado que pedir perdón resuelve la paz con uno mismo, hay ocasiones, sobre todo en la vida pública, en las que las cosas no se pueden solucionar de tal guisa. No basta pedir perdón si se colaboró tanto y tanto en el saqueo económico del país, al tiempo que se provocó una crisis de confianza que no es menos grave que la económica. Los campeones de la corrupción que están aflorando un día sí y otro también deberían devolver lo sustraído hasta el último céntimo y abandonar la vida pública para siempre jamás del mundo. Y, por su lado, los altos responsables que los ampararon y protegieron están obligados no sólo a dar explicaciones, sino también a presentar la dimisión como colaboradores necesarios de un saqueo que viene desangrando económica y moralmente a esta sociedad.
No es creíble ni presentable la hipotética y sórdida figura del corrupto arrepentido, al que le sería totalmente aplicable la famosa proposición LIV de la ‘Ética’ de Spinoza: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente». No es sostenible seguir en lo más alto del poder si se eligió tan mal a los compañeros de viaje en el proyecto político de turno.
Se necesita mucho más que leyes en pro de la transparencia en el manejo de lo público. Se necesita mucho más que una puesta en escena cosmética para que, al modo lampedusiano, todo siga igual. Esperando estoy propuestas tan serias como imprescindibles que dejen bien claro que la dedicación a la política no tiene por qué comportar privilegio alguno con respecto al resto de la ciudadanía. Todo lo que se quede por debajo de eso no será más que una falacia para fingir una supuesta voluntad de regeneración que en realidad no existe.
¿Cómo no irritarse al tener constancia de que, a medida que la crisis iba recortando derechos y condenando a la miseria a mucha gente, hubo unos cuantos que se enriquecieron desde el poder haciendo además promesas de esfuerzo por combatir el desempleo y la desigualdad? ¿Cómo no ofenderse tremendamente al saber que muchos de nuestros mandamases pusieron en cargos de confianza a gentes que esquilmaron cuanto pudieron las arcas públicas? ¿Cómo no indignarse ante el hecho de que cada vez hay más familias desahuciadas, mientras que determinados cargos públicos se iban enriqueciendo cada vez más con irregularidades y atropellos?
El deterioro de la vida pública llega hasta el extremo de que exigir decencia es, en estos momentos, puro radicalismo. ¿Se puede conformar el presidente del Gobierno de España con despachar en cinco minutos su discurso acerca de la corrupción que tanto nos asquea? ¿Se puede atrever algún partido político con años de Gobierno a sus espaldas a echar la culpa al adversario cuando dentro de su propia casa habita también la podredumbre?
No es suficiente el perdón. No basta el espectáculo mediático de detenciones catódicas que, sin tardar mucho tiempo, se esfumarán del relato de la actualidad y que esperarán juicio Dios sabe cuántos años. ¿No es en este sentido un ejemplo muy ilustrativo en nuestro entorno llariego el caso Riopedre?
La vida pública no es un confesionario para el perdón de los pecados. Se trata de una escenificación en la que, a veces, toca el definitivo mutis por el foro, mutis que no impide restituir lo sustraído, sino que, en estos casos de corrupción, debe ir unido a ello.
Lo dicho: no queremos perdones, no somos confesores. Exigimos restitución y retirada. Todo lo demás es una pantomima inaceptable, una farsa nauseabunda.