«Lo peor fue cuando Alfonso Guerra volvió a tomar la palabra en el turno de réplica a las observaciones y preguntas de los portavoces de los diversos grupos parlamentarios… Se limitaba a exigir silencio sobre el caso de su hermano Juan, para que él no sacara los trapos sucios de los imprudentes… Guerra había escenificado su comparecencia, pero no podía prever qué sentimientos se harían visibles en el rostro de González cuando empezó a ahogarse en el torrente cenagoso de un discurso mafioso». (Jorge Semprún. ‘Federico Sánchez se despide de ustedes’).
Vaya por delante una cualidad innegable de Alfonso Guerra: su ingenio para los insultos, algunos memorables. Y, a resultas de ello, el personaje que nos ocupa aportó mucho al circo de la política a lo largo de los años, hasta que se fue apagando poco a poco como representante de un tiempo que, forzosamente, se quedó atrás.
Por otro lado, no se le puede negar habilidad a la hora de haberse sabido forjar, eso sí, con la imprescindible colaboración de muchos halagadores, la imagen de una persona culta y sensible, admirador de Machado y Mahler. Ahora bien, a la hora de la verdad, nada aportó sobre el poeta al que tanto decía venerar. Ni tengo constancia de ningún escrito suyo que se pueda considerar intelectualmente meritorio.
Guerra, don Alfonso, que desempeñó el papel de ser la mano de hierro del PSOE, mientras que González era la cara amable de aquel partido tan rojo y tan transformador. Número dos por partida doble en el partido y en el Gobierno. Mano de hierro en el primero. Libre-oyente en el segundo. ¡Qué izquierdista aquel don Alfonso que vaticinó que, tras ser gobernada por el PSOE, a España no la reconocería ni la madre que la parió! Lo malo fue que quien quedó irreconocible fue el PSOE del enriquecimiento rápido y de las corruptelas.
Demagogo, lerrouxista, no pudo librarse nunca del escándalo resultante de la ejemplar conducta de un hermano suyo que disponía de un despacho público para llevar a cabo sus fechorías. Su aparente izquierdismo no pasó nunca de palabrería huera, pues en momento alguno se plasmó en políticas que se pudieran considerar avanzadas.
Guerra, don Alfonso, que sobrevivió en su presencia en la política activa al que fuera su número uno, anuncia su retirada, se va sin ruido y sin furia, al modo que en su momento versificó Cervantes: «Miró al soslayo, fuese y no hubo nada».
En efecto, no hubo nada, más allá de las balandronadas, en toda su trayectoria política. Se forjó, eso sí, no sé si como lector del machadiano ‘Juan de Mairena’, la imagen de un político culto y radical. Tanto tiempo en la vida pública hizo caer su máscara.
Hombre duro a la hora de insultar y también a la hora de gobernar su propio partido. Todo lo demás, pantomimas, entre ellas, las que cuenta Semprún acerca de sus puestas en escena en los prolegómenos a los Consejos de Ministros.
El PSOE de Suresnes llevaba tiempo amortizado. Con la jubilación de Guerra, esa amortización se certifica y ratifica.