El partido contra el Marino estuvo presidido por un cielo gris oscuro, tan habitual por estos andurriales, así como por un Oviedo espeso, sobre todo en una primera parte que no será necesario olvidarla, toda vez que no hubo en ella nada indeleble, ni una jugada, ni un chispazo de calidad, ni una arrancada épica. Nada. Por su lado, el Marino se conformaba con contener, sin creerse en ningún momento que pudiese ser capaz de hacer daño al líder del grupo en algún despiste o en algún lance en el que encontrase a su rival a contrapié.

En el segundo tiempo, el Oviedo se tomó el partido más en serio y puso voluntad, que no estilo, atacante, hasta que llegó el gol de Linares. No tardaría muchos minutos Redondo en sentenciar el encuentro, un Redondo más concentrado y rápido que en el último partido que jugó en el Tartiere frente al Ferrol.

Y luego llegarían los clamores, o, más exactamente, las ocasiones de gol perdidas clamorosamente. Hasta Cervero tuvo oportunidades (creo que dos) de marcar, lo que hubiese provocado los aplausos por justicia poética hacia un jugador que encarna el oviedismo en estado puro. Y, por último, hubo una cesión desafortunada a Esteban que provocó un libre indirecto muy peligroso dentro del área, lo que no hizo más que confirmar que no cabe hacer demasiados regalos sin correr el riesgo de pagar un alto precio.

Lo más estético del partido estuvo en la precisión de Susaeta a la hora de pasar un balón, precisión con resultado de gol, y también las respectivas entradas en el campo del jugador camerunés, que lleva camino de convertirse en un ídolo del oviedismo, y de un Cervero al que, con toda justicia, se le quiere y se le jalea.

Victoria, pues, a pesar de la espesura. Victoria que redunda en mantener el liderazgo a buen recaudo. Mientras, el cielo no se abrió ni siquiera al final del partido. No tocaba hoy disfrutar ni de lírica ni de épica, sino de un resultado que nos reafirma en lo más alto de la tabla.

¡Hala, Oviedo!