«Era Oviedo, propia y típicamente, una ciudad universitaria. Y la Universidad, un núcleo familiar, un hogar del espíritu». (Ramón Pérez de Ayala).
Desasosiego en estado puro. Un atardecer de diciembre, caía un fuerte chaparrón acompañado de un viento enfurecido y frío. El paraguas, en lugar de servir de amparo frente a la lluvia, se había vuelto vulnerable ante el temporal y era necesario esforzarse para mantenerlo a salvo. Un fuerte aguacero iba formando regueros que buscaban destino. Pasábamos por delante del edificio de la Universidad camino de un establecimiento en la plaza de Riego donde mi madre compraba figuras y objetos para ir completando y aumentando el Belén. Y estoy por asegurar que aquella fue la primera vez que reparé en las gruesas cadenas que se dejan ver en la acera que da entrada a lo que actualmente se llama Edificio Histórico de nuestra Alma máter.
En casa, le pregunté a mi padre acerca del sentido que podían tener unas cadenas que, en realidad, no cerraban el paso. Le hizo gracia que se lo plantease y me vino a decir que delimitaban lo que era el espacio perteneciente a la Universidad. No debió considerar del caso explicar más a fondo el asunto a un niño de nueve años.
También debo añadir que lo que hoy se llama Edificio Histórico era ante todo la Facultad de Derecho en la que habían cursado sus estudios muchos antepasados por parte de mi madre. De hecho, en su momento, me planteé estudiar la carrera de leyes, aunque, al final, me decidí por Filología Española en la rama de Literatura.
Y, a propósito de literatura, a medida que fui conociendo el significado de la obra de Clarín, sobre todo tras la lectura de ‘La Regenta’ ya en mi adolescencia, el llamado Edificio Histórico era para mí la referencia de un tiempo que ya no volvería en el que nuestra Universidad llegó a alcanzar su máximo prestigio.
En ese sentido, me influyó mucho lo que mi padre me contaba sobre anécdotas de Clarín en el aula, que conocía sobre todo a través de la biografía de Cabezas. Y la Facultad de Derecho me emplazaba en la literatura, es decir, en los trabajos y los días del autor de la que es quizás la mejor novela que se publicó en España en el XIX.
Sin embargo, cuando supe el significado simbólico de aquellas cadenas, también fui consciente de que aquello tenía una carga histórica importante, es decir, hasta la dictadura, en teoría, estaba obligada a respetar lo que podía decidirse intramuros del ámbito universitario.
Alma máter. Siempre, la sombra, luminosa y cómplice, de Clarín. No era difícil imaginar sus tránsitos, sus idas y venidas, su carga intelectual. Si las cadenas tenían un significado simbólico frente a otros poderes, no perdía de vista que el propio Alas, a la hora de escribir su novela, fue demoledor con todos los ámbitos de poder de Vetusta excepto con la Universidad a la que pertenecía. Y, como mucho, si se puede ver, en efecto, que aunque no esconde las debilidades del erudito oficial de la ciudad, el personaje está humanizado y recibe un trato mucho más considerado que el resto, excepción hecha de Frígilis. Así pues, algo sagrado había en aquellos muros para el presente que entonces se vivía y también para el pasado que Clarín había novelado en su inmortal obra.
Alma máter. Algo sagrado, digo. Así lo entendí cuando pude saber bien el significado de aquello que se llamaba «libertad de cátedra», siempre tan combatido, pero que, en todo caso, figuraba en los designios de la institución. Libertad siempre frente a algo. Libertad que, aún a regañadientes y en el plano teórico, se reconocía, nominalmente, en plena dictadura.
Alma máter, fundamentalmente literaria, no sólo por la omnipresencia de Clarín. Nunca olvidaré a este propósito que, estando en un aula de la actual Facultad de Derecho en el Cristo, como miembro de un tribunal de la PAU, vi una serie de orlas históricas en las que figuraba expresamente «Universidad Literaria de Oviedo». Pues bien, en una de esas orlas estaba un tío bisabuelo mío, Lorenzo Longoria Casares. En su rostro, se reflejaba la misma tristeza y elegancia que transmiten las fotos de los álbumes familiares.
Alma máter. Recuerdo haber estado en alguna manifestación que terminaba en el patio donde figura su fundador. Recuerdo también haber asistido a alguna que otra sesión inaugural del curso académico, entre ellas, la que dio Gustavo Bueno hablando de «el papel del individuo en la historia».
Alma máter a la que también me asomé leyendo las memorias de Adolfo Posada, es decir, a través de los libros. Y puedo decir que para mí tuvo un profundo significado que en 2010 tuvieran lugar las Jornadas en torno a Fernando Vela en un aula del Edificio Histórico. Con los trabajos y los días de Vela, se daban cita Clarín y Cabezas y, de paso, lo mejor de la Edad de Plata.
Alma máter. ¿Cómo no hacer mención a su magnífica biblioteca, a las piedras nobles de los muros y del patio? ¿Cómo no hacer mención, también, al rector Alas, que fue el último representante de los mejores días de nuestra Universidad?
Y, ante todo y sobre todo, las cadenas, esas cadenas, cuyo significado simbólico no siempre se respetó, pero que, en todo caso, daban cuenta de la consideración debida al saber, al estudio, al conocimiento y, más que nada, a la libertad.
Esas cadenas, cuyo significado es justamente una antítesis de ciertos clamores de un pueblo que a principios del XIX le daba vivas al Rey Absoluto, tal y como consignó Galdós en muchas de sus novelas.
Esas cadenas y esos muros, nunca desmoronados, al quevedesco modo. Esas cadenas y esos muros, testigos de tantas glorias, como las de la Extensión Universitaria, testigos de las emociones que confesó Cabezas cuando rindió culto a Clarín, testigos también de los años de formación de Pérez de Ayala que tanto admiró a su maestro Leopoldo Alas.
Alma máter, templo del conocimiento y la libertad, morada de Leopoldo Alas padre y de Leopoldo Alas hijo, cita obligada con el genio y la tragedia, con nuestros mejores sueños que en su momento se volvieron pesadillas cuando se asesinó al rector Alas.