Apéndices de la antigua Facultad de Filosofía y Letras, más tarde, de Filología y, actualmente, de Psicología. Y, siempre, el venerable Padre Feijoo presidiendo el día a día de tan sabio entorno. Entre los referidos apéndices, el Cundo. Otro, la cafetería de la propia facultad. Sobre la mesa, el café, los apuntes, el libro que tocaba en el momento, los vasos de agua, las cajetillas y los mecheros. Huecos entre clase y clase. Tiempo Libre porque faltaba un profesor. Horas de entrada o salida. Aclaraciones inacabables (y, a veces, tortuosas) después de una asamblea.
No eran trabajos, sino días, por lo común, mañanas. Se trataba de hacer codas a la sesión docente que más comentarios podía suscitar. Se trataba de analizar conjuntamente el aspecto que fuese del libro que, o bien habíamos empezado a leer, o bien acabábamos de concluir su lectura. Se trataba de poner nuestras intransferibles notas a pie de página a aquella actualidad que veíamos, no sin interés, pero sí con distancia creciente. Se trataba de dar con los matices de la última película que habían proyectado en el Paladium, cosa que no siempre resultaba fácil, si bien había gente que nunca dejaba de hacer sesudos comentarios que, en general, hacían más plomiza aún la película de marras.
Mundo de libros y apuntes, de fotocopias y prensa, de bibliotecas y salas de lectura. Mundo en común para quienes transitábamos aquella Facultad en la que era frecuente ver una colilla en los labios de la escultura erigida en honor a Clarín, en la que era costumbre hacer tertulia en las escaleras y los pasillos, en la que el rojerío constituía una especie de enseña para casi todos, en la que las asambleas supusieron para unos cuantos un buen entrenamiento para la carrera política y mediática que harían pasados los años.
¿Cómo no recordar aquella estética que, por fortuna, había abandonado ya los pantalones acampanados y las patillas propias del fandango, y que destacaba por peinados a lo afro, melenas en los varones y, ante todo y sobre todo, un especial cuidado en diferenciarse del ‘pijerío’ que anidaba en otras facultades?
Pero centrémonos en el apéndice que aquí toca; es decir, en el Bar Cundo. En efecto, apéndice no sólo por lo cercano que estaba a la Facultad, sino también porque era un establecimiento cuya clientela estaba formada en su inmensa mayoría por docentes y discentes. Y allí, salvo excepciones, no se iba a desconectar de las aulas, sino que aquello formaba parte de la cotidianidad.
Era un bar pintiparado para la estética que imperaba por entonces en aquellos lares. En apariencia, sin pretensiones, sin nada de relumbrón, sin apuestas por barnices. Pura sobriedad. Buen café, buenos pinchos, y las mesas eran plataformas, como vengo diciendo, para libros y apuntes.
Apéndice, digo, también de lo que estaba entonces en boga. Allí se resumía y se comentaba, o bien el libro que alguien proponía como debate, o bien la sesión docente que más había llamado nuestra atención, no siempre para bien. Resúmenes y comentarios, sobre todo.
¿Cómo no recordar una acalorada y vehemente discusión que tuvo a Borges como protagonista, un genio como escritor, en lo que conveníamos todos los allí sentados, y un reaccionario en política, según la mayoría de las personas que componían aquella improvisada mesa cuadrada en su forma, pero redonda en su uso como asentamiento de un debate?
¿Cómo no recordar, asimismo, el debate que se suscitó al final de una mañana tras las reacciones de grandes prohombres de las letras hispanas a una comparecencia televisiva de Solzhenitsyn denunciando los horrores de la antigua Unión Soviética? ¡Cuánto les costaba a muchos reconocer que la Rusia Comunista no era precisamente un paraíso de justicia y libertades!
Sobre las mesas del Cundo, todo tipo de libros: historia, filosofía, novela, teatro, poesía. Muchos de ellos con sus correspondientes tejuelos de la biblioteca correspondiente. No pocos, subrayados y marcados cuando pertenecían a alguno de nosotros.
¿Cómo no recordar los libros de la editorial Bruguera, que tanto tendían a descoserse y deteriorarse? ¿Cómo no recordar aquellos volúmenes de la colección Gredos que había que descoser en la parte alta de muchas de sus páginas? ¡Que revolución supuso en aquellos años la colección de ‘Letras Hispánicas’ de Cátedra que incluía grandes y sesudos prólogos en la mayoría de nuestros clásicos! Y, siempre, siempre, dos venerables y benditas colecciones. Austral y el Libro de bolsillo de Alianza.
¿Cómo no tener presente la mala conciencia que se adueñó de no pequeña parte de nosotros a la hora de hacer compatible nuestra admiración por Nietzsche con un rojerío indiscutible e irrenunciable? ¿Cómo no rescatar, con amarga ternura, las puestas en común a la hora de poner en claro poemas memorables de todos los grandes de todos los tiempos? ¿Cómo no evocar, con no menor melancolía, aquel existencialismo omnipresente que venía de Francia pero que, en su momento había pasado por nuestra generación del 98, concretamente, por Unamuno? ¿Cómo no conservar en el recuerdo los planteamientos que se hacían y nos hacíamos en torno a la llingua asturiana, que, en aquel entonces, quería ser estudiada y rescatada por gran parte del personal docente de aquella erudita casa en materia filológica? ¿Cómo no tener en cuenta que, en repetidas ocasiones, tan pronto decíamos algo, lo imaginábamos y representábamos sintáctica y fonológicamente?
Libros y apuntes que olían a café y tabaco. Inquietudes puestas en común de un tiempo que, mirado en perspectiva, da cuenta de la candidez de aquellos días. Por entonces, todo estaba en los libros. Por entonces, íbamos de sorpresa en sorpresa y, en materia libresca, los descubrimientos eran continuos.
Cada vez que paso por delante del Cundo, me digo a mí mismo que, en algún momento, sería tierno y divertido organizar una cita en común de quienes hacíamos de aquellas mesas parada y fonda de libros comentados en común, de fotocopias casi siempre efímeras y conversaciones y debates encaminados, no ya a cambiar el mundo, pero sí al menos a entenderlo. ¡Bendita candidez!
He de confesar que me da miedo entrar al Cundo y encontrarme con que aquellas mesas ya no siguen ahí, aunque, en todo caso, ‘ hoy es siempre todavía’, aunque, en todo caso, el dinosaurio de Monterroso es eterno.