«La vida se contrae y expande en proporción directa a nuestro coraje» (Anaïs Nin).
Cada vez es más habitual que las fuerzas de seguridad entren en la sede de un partido político, en el domicilio o la empresa de celebridades públicas e incluso en instituciones a cuyo frente están personas imputadas. Cada vez es más habitual el circo de una detención que, como ya escribí, rinde culto al acontecimiento mediático, pero que, al final, es tan efímera como estrepitosa. En este continuo ceremonial de la confusión y de la estridencia acaba de tocarle el turno al partido del señor Mas, con la salvedad de que nos encontramos con una escandalera que cuenta con un añadido nada baladí: aquí hay un componente «diferido», que diría la señora de Cospedal.
¿Cómo no recordar aquella intervención parlamentaria de Maragall cuando le espetó a Mas que los suyos eran los del 3%? ¿Cómo no recordar la aparente indignación que se apoderó de los afectados? Llovió –y mucho– desde entonces. Pero, precisamente ahora, en vísperas de unas elecciones en Cataluña que van a ser muy decisivas para ese territorio y para España en su conjunto, se produce este acontecimiento mediático, que, para unos, es una prueba del buen funcionamiento del Estado de derecho y, para otros –¿cómo no?– se trata de una conspiración que persigue con saña al nacionalismo catalán.
Desde luego, no hay hecho diferencial en Cataluña con respecto al resto de España en lo que se refiere a la honorabilidad de sus políticos. Desde luego, los dos grandes partidos españoles no están autorizados moralmente a escandalizarse ante la presunta financiación irregular de Convergencia.
Los tantos por ciento, esto es, aquello que pone al descubierto la financiación irregular de los partidos, esto es, aquello que muestra claramente que en este país el poder político se asentó sobre corrupción y nos encontramos muy lejos de estar libres de semejante infamia.
Miren, todo debate político, el llamado derecho a decidir entre otros, está viciado desde el momento en que se asienta sobre serias sospechas de corrupción por parte de algunos de los partidos que lo invocan. Miren, no es legítimo ningún resultado en democracia si las reglas de juego de la honestidad se incumplieron. Y aquí, en este y otros muchos debates, se jugó con trampa.
Admitamos lo obvio y lo elemental, incluso lo perogrullesco: si se jugó con trampa, el resultado está invalidado. La cosa es de una gravedad superlativa, porque, basándonos en semejante simpleza, nadie ganaría con legitimidad en las ya inminentes elecciones catalanas, ni los partidarios de la independencia que puedan estar enfangados en financiaciones irregulares de sus partidos, ni los que se oponen a semejante desafío. Por supuesto, ni en uno ni en otro frente jugaron todos con trampa, pero en ambos hay sospechas más que fundadas de que existen formaciones políticas que sí lo hicieron.
Y, fíjense ustedes, echo mucho en falta que se plantee la invalidez moral de cualquier resultado al que se llegó con trampas. Sé que a los impacientes no les gustará nada que se diga que, para afrontar algo tan decisivo como la apuesta independentista, sería necesario esperar a que se jugase limpio por parte de todos los contendientes, es decir, esperar a que se aclare todo y se depuren las responsabilidades que hubiere.
Llegados a tan idílico escenario de discusión pública, sería el momento de plantearse que ganase el mejor o el más convincente.
Porque, miren ustedes, tampoco sería legítimo un resultado contrario a esa apuesta desde el momento mismo que lo propusiesen partidos políticos que también se financiaron ilegalmente y que aún les queda mucho por aclarar.
¿Se sumaría alguien a esta acuciante necesidad de juego limpio que dejase atrás aquello que Clarín llamó con ingenio «álgebra de la marrullería política?». Porque financiación irregular, diferida o no, es juego sucio.